EL dolor es el dolor. Cuando se sufre o se presencia, apenas se puede hacer algo. Es necesaria la intervención de la justicia y de las leyes contra quienes lo han causado, pero ante el dolor no queda más que ofrecer el hombro, por si la víctima quiere recostarse, mientras su dolor crece o disminuye con el tiempo. Todo depende de tantas variables...
Pero lo peor de todo es cuando el dolor envenena el alma, no de las personas que ya la tienen envenenada y utilizan el dolor ajeno para justificar sus acciones que provocan más dolor, sino el alma de aquellas personas que aún no la tenían envenenada. Y entonces actúan, o escriben, o piensan, o miran hacia otro lado, con ese dolor que pide más dolor, que pide venganza.
Cuando las llamas de la indignación son más altas es cuando necesitamos que las palabras, las decisiones, las acciones... sean pozos de paz y de calma. Ya sabemos que se trata de una heroicidad incomprendida, que las palabras de paz resuenan como un boomerang y se convierten en dedo acusatorio contra quien las pronuncia porque se considera que comparte ideas con quien produce dolor.
Quien produce dolor tiene el alma envenenada. Quizá su conciencia siempre ha sido dañina y goza cuando hace daño. Quizá se fue emponzoñando cuando sufrió algún daño, quizá ha jugado con la vida y con la muerte, quizá ha sufrido tanto daño que ya solo da zarpazos, quizá no tenemos idea alguna de por qué alguien causa tanto dolor y le damos la razón a Hobbes de que somos lobos o a Sartre cuando dice que el infierno son los otros.
En la espiral de la violencia, los inicios tratan de camuflarse. Las agresiones se justifican, los medios de comunicación blanquean y normalizan palizas, agresiones, bombardeos, desfiles de emigrantes, torturas a la supuesta gente mala y nos hacemos insensibles al dolor lejano hasta que ese dolor se encuentra a algunos metros menos de lo que pensábamos.
El siglo XX ha sido escenario de terribles guerras y en el XXI parece que hay algún empeño en que la historia se repita. Las palabras y las acciones de paz y convivencia no dependen solo de unas personas dirigentes que aciertan o no en unas decisiones tomadas a corto plazo para aplacar la ira de quienes han comenzado a contaminarse con el veneno del dolor propio o ajeno. La provocación de la paz tiene una mirada sensible y global desde todos los dolores, desde todas las agresiones bélicas o económicas, desde todos los conflictos más cercanos, incluidos los domésticos, y aunque parezca utópico requiere una mirada más limpia, más acá y más allá de todo conflicto concreto.
Toda arma tiene envenenada el alma. Es un mal cuyo mejor ataque preventivo se basa en que nadie más lo fabrique. Transpirar paz no solo exige que quien gobierna tome decisiones acertadas, sino que quien opina, presiona o escribe un mensaje en la red mire primero qué sentimientos quieren aliviar el dolor ajeno o continuar con la espiral de la violencia.