EXISTE en Japón la antigua creencia de que cuando algo ha sufrido un daño y tiene una historia, se vuelve más hermoso. Por ello, cuando una pieza de cerámica se rompe, no se arregla tratando de disimular la rotura. Se le aplica un fuerte adhesivo y posteriormente se rocía con polvo de oro o plata. En lugar de ocultar los defectos, las grietas, estas se acentúan y se celebran. Ahora, esas son las partes más fuertes de la cerámica. Posee una historia propia, donde muestra sus rasgos de superación y fortalecimiento, y es mucho más hermosa.

Esta antigua tradición artística japonesa recibe el nombre de Kintsukuroi, y entiende que el objeto es más bello por haber estado roto y poseer así una historia. La prueba de esa imperfección y fragilidad se torna en símbolo de la capacidad de recuperarse, de recomponerse. La belleza del error o daño superado.

Lógicamente, esta perspectiva también ha sido trasladada al ámbito humano. Cuando una persona se quiebra, la estrategia a seguir que definiría la visión artística del Kintsukuroi es la de no ocultar dicha fragilidad ni imperfección y repararla de forma que aumente su fortaleza, sus capacidades, su hermosura.

En Occidente, existe otro término, “resiliencia”, que suele explicarse mediante el símil del muelle. Si se estira o contrae un muelle, éste ofrece resistencia a dicha tensión y estrés. Pero una vez que desaparece la fuerza externa que lo deforma, posee la capacidad de volver a su estado natural. Dependiendo de la fuerza que ha tenido que soportar, quizás no podrá recuperar el estado original, pero sí volverá a un estado que le permita continuar siendo un muelle. Esa capacidad de superar las consecuencias de la fuerza soportada y volver al estado más natural posible es lo que podríamos denominar como “resiliencia”. Trasladado al terreno humano, haría referencia a la capacidad de toda persona de superar las consecuencias de una vivencia traumática y recuperar un estado psíquico y emocional adecuado para poder continuar con la vida de una forma sana y adaptativa.

Todas las personas tenemos esa capacidad de resiliencia. Aunque la mayoría de nosotras necesitemos entrenarla. Se puede trabajar, aprender técnicas y entrenar conductas que fortalezcan esas capacidades resilientes. Ese pudiera ser el arte de Kintsukuroi. La reconstrucción de la cerámica reconociendo las fragilidades y las heridas, aceptándolas y dejando de esconderlas, aprendiendo de ellas y fortaleciéndose, enriqueciéndose con su historia y aumentando así su belleza.

La tortura, además de dañar a las militantes y debilitar a los movimientos, hiere a la persona, la destroza, la quiebra en el lugar más profundo e íntimo, en su propio ser. Esa es seguramente su cara más despiadada. Y además es una dolorosa realidad que se vive en silencio. En la guerra no se puede mostrar fragilidad. Pero en la vida, la fragilidad es inherente a la existencia. Y negarla, esconderla, evitarla, maquillarla, solo vale para aumentar su potencial destructivo. Y cuando se sufre la tortura, independientemente del grado de resistencia que se haya logrado ofrecer, se experimente fragilidad, impotencia, pequeñez, miedo, dolor...

Pero las consecuencias de la tortura pueden superarse; y se superan. La resiliencia no es un término de moda. Es una facultad que se trabaja, se entrena, se desarrolla. Y en ese camino de recomposición no será necesario disimular esas grietas, esa fragilidad, pues reflejarán la fuerza y la belleza de quien supera esa pesadilla y sus consecuencias.

Así, hay dos retos colectivos que parecen tornarse como urgentes en este momento concreto.

Por un lado, crear las condiciones y los recursos necesarios para reconstruir cada cerámica personal de quienes hemos padecido la tortura. Y, por otro lado, reconstruir públicamente el relato de la realidad que ha supuesto y supone la tortura en Euskal Herria. Unir todas las partes de la cerámica de un pueblo rasgado por la tortura. Sin esconder las grietas, mostrando el dolor y las cicatrices que genera, pero embelleciéndose como un pueblo que por encima del desgarro y horror sufrido aprende y se fortalece en ese caminar.

A las personas que hemos sido torturadas nos corresponde un papel importante en este reto. Empoderarnos y dar un paso adelante. Formamos parte de una colectividad involuntaria, a la cual nos une algo tan desagradable y duro como es haber conocido el horror en las cloacas del Estado. Pero la razón que subyace a todo esto es que la tortura ha sido utilizada para detener las ansias que Euskal Herria posee de ser dueña de su futuro. La razón y la motivación del uso de la tortura es netamente política, respondiendo a una estrategia planificada, no meros abusos de descontrolados. Y, por ello, a esa colectividad, lo que realmente debiera unirnos es el compromiso político que parta desde nuestra experiencia para trabajar porque la tortura y sus consecuencias sean definitivamente un mal recuerdo del pasado. Un recuerdo del que aprender y salir fortalecidos. Como personas, y como pueblo. Y en eso estaremos.

Pero esta no es una labor que únicamente nos corresponda a nosotras. Corresponde al conjunto del pueblo. Ofreciendo cobertura, apoyo, comprensión, confianza y medios a cada cerámica individual que necesite de recomposición. Y tejiendo redes, complicidades, sumando manos y empujando juntas para visibilizar y evidenciar lo que ha supuesto y supone la estrategia de terror que mediante la tortura se ha desarrollado. Un relato real y veraz sobre uno de los mayores crímenes realizados contra nuestro pueblo.

Un auzolan Kintsukuroi para crecer como comunidad resiliente.