ESCUCHÉ los primeros disparos y no sabía si era mi hermano -dice Victoria Sánchez Bravo-; después, los segundos y los terceros. Hubo un silencio muy grande y vimos bajar riéndose a los pelotones de fusilamiento, como si vinieran de celebrar algo”. Era un 27 de septiembre de hace cuarenta años y los tres que acababan de ser fusilados en el campo de tiro de El Palancar (Hoyo de Manzanares, Madrid) no fueron los únicos de aquella mañana. En la prisión de Burgos y junto al cementerio de Collserola (Sardanyola-Barcelona), eran pasados por la armas otros dos. El periodista y escritor madrileño Carlos Fonseca -autor de Trece rosas, testimonio de las jóvenes pertenecientes a las Juventudes Socialistas Unificadas fusiladas en el Madrid de la victoria franquista en agosto de 1939, llevada al cine con gran éxito; de Rosario dinamitera; Luz negra, novela ambientada en la kale borroka; y Negociar con ETA, entre otras obras-, nos adentra en los acontecimientos, sucedidos a velocidad de vértigo, que culminaron en las últimas ejecuciones del franquismo. Mañana cuando me maten (editorial La esfera de los libros) es una guía imprescindible para conocer lo que sucedió, a sus protagonistas, el funcionamiento de una justicia militar sumarísima que en apenas un mes detiene, interroga, juzga, condena y ejecuta... Y la podredumbre política del régimen franquista, que se jactaba de ser eterno pero olfateaba su final. También del revolucionarismo de unos jóvenes que en meses entran en la clandestinidad y en semanas en una fosa; de guardias civiles y policías que, salvo uno, son asesinados al azar por vestir uniforme y estar a tiro; de unos jóvenes abogados que tienen que preparar sus defensas siéndoles denegados testigos, documentos, pericias médicas, todo a contrarreloj y con la inútil pretensión de ganar tiempo, porque la vida de sus clientes dependía precisamente de eso, de tiempo para que la sociedad española y vasca reaccionara, de tiempo para que la presión internacional paralizara la maquinaria de muerte franquista, de tiempo para que Franco muriera y con él su obra política demoníaca. Todo eso acabó ocurriendo, pero a destiempo, cuando Txiki, Otaegi, Baena, Sánchez Bravo y García llevaban tiempo enterrados.

El axioma del FRAP La organización Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico, por sus siglas FRAP, cumplía a la perfección con el axioma de que la longitud del nombre de una formación revolucionaria es inversamente proporcional al número de sus militantes, preparación de los mismos y capacidad política de sus dirigentes. De la lectura de los sumarios ofrecida por Carlos Fonseca, destacamos que el sistema de encriptado en sus comunicaciones era tan elemental, y suicida, como usar la letra P para referirse al Partido, C para camarada o célula, Pepe por Stalin (quien se llamaba Josif, esto es, José o, más castizo, Pepe), Vladi por Lenin, quien se llamaba Vladimir Ilich; y así sucesivamente. Su formación militar era inexistente, peor aún, negligente. Al teniente Pose le asesinaron con una escopeta Laurona cuyos cañones habían recortado y a la que dieron por inservible hasta que cayeron en la cuenta de que los cartuchos que compraron eran del calibre 16, lo que impedía su uso por ser de distinto calibre la escopeta, y que -doy por descontado el asombro e incredulidad del lector- no consiguieron accionar durante días “hasta que se percataron de que no quitaban el seguro del arma” (de la lectura de la sentencia). A los malos periodistas, se dice, la realidad no les impide hacer un buen titular aunque no se corresponda con la realidad. A la izquierda revolucionaria tampoco le hacen falta las condiciones objetivas para iniciar una insurrección. Solo así se puede comprender que, en el mes de febrero de 1975, la dirección del FRAP establecida en París ordenase una ofensiva armada contra el régimen franquista atentando contra policías con tan precarios medios y sin apenas estructura organizativa porque “las masas no pueden esperar”.

Tal indigencia no arredró a unos jovencísimos militantes, entre 21 y 25 años de edad, que en pocos meses pasaron de la euforia y utopía al fulgor y la muerte. La realidad fue que su organización carecía de abogados que les defendieran mientras que los abogados del PSOE o PC rechazaron, con mejores o peores maneras, su petición de auxilio profesional. Al final, fueron abogados de izquierda o comprometidos con los derechos humanos quienes intervinieron y, al final del final, tras ser estos expulsados de la sala por hartazgo del Tribunal Militar ante sus insistentes quejas por la deriva justiciera del juicio, fueron abogados del Ejército, militares, quienes acabaron defendiendo a unos paisanos que eran acusados por otros militares y juzgados por otros militares. Baena, Sánchez Bravo y García a estas alturas no tenían ya la menor duda: serían condenados sin remisión.

‘Txiki’ irreductible Jon Paredes Manot, llamado Txiki por sus 152 centímetros de altura, no era ni inexperto en el uso de armas ni integrante de una organización caótica. Joven también, 21 años cuando le fusilaron, había transitado por el camino que se iniciaba en la cuadrilla de mendigoizales y acababa en ETA previas etapas en EGI y movidas obreras. Se suele resaltar su origen extremeño, aunque en mi opinión tal exceso de atención al origen geográfico del militante de ETA descuida la importancia de la inserción en la cuadrilla de amigos y demás formas de socialización en Euskadi, que hacen vascos irreductibles a muchos jóvenes inmigrados. Txiki cogió su fusil y murió fusilado. Y no es la rudeza de mi corazón la que me hace escribir esto. “Hoy voy a morir por el simple hecho de luchar por mi pueblo, lo que no es un crimen? He pedido como última petición que sea fusilado ante un pelotón de fusilamiento, como un gudari más?”, dictó como testamento político.

Ángel Otaegi era un tipo sacado de un cuadro del pintor Arrúe. Siendo el de mayor edad entre los fusilados, 31 años, trabajador desde los quince, tres temporadas como tostarteko en un pesquero de Orio, dejo en manos de sus parientes que me corrijan si en toda su vida llegó más lejos de Burgos, donde le fusilaron. Otaegi tuvo una militancia ocasional en ETA. Era lo que se denominaba un laguntzaile que encontraba pisos para ocultar a los militantes y tuvo la mala fortuna de señalar al paso al cabo primero Posadas Zurrón, jefe del servicio de información de la Guardia civil del Urola. Tal información no era la única conocida sobre el habitual recorrido del guardia, ni imprescindible para su asesinato. En el libro de Xabier Sánchez-Erauzkin El viento y las raíces encontrarán la más lograda descripción, vida y destino de ambos.

Pero el viento, vendaval en realidad, generado por los estertores del franquismo resultó esta vez imparable. El dictador no atendió la petición de clemencia del Papa, como había hecho cuando el proceso de Burgos; ni la del cardenal Tarancón, a esas alturas declarado enemigo del régimen; ni la del senador estadounidense Paul Laxalt; ni la del secretario de Estado de Idaho, Pete Cenarruza; ni las de las gestiones internacionales del PNV, dinamizadas por D. Manuel de Irujo; ni las de la mayoría de los dirigentes políticos mundiales, con la excepción del norteamericano Gerald Ford, al que le espantaba una repetición en España de la revolución portuguesa del año anterior y le interesaba la prórroga del acuerdo para mantener las bases americanas sobre suelo español. Los juicios sumarísimos acabaron en once penas de muerte, de las que se ejecutaron cinco para atemperar el aluvión de condenas que le llovían a Franco desde tres cuartas partes del mundo.

Los condenados fueron fusilados pero no en atención al pedido de Txiki sino por una razón más española: la improvisación. De las cinco plazas de verdugos existentes en la época, tres estaban vacantes; por lo que era imposible que los dos restantes pudieran trasladarse el mismo día -doce horas después de confirmarse la sentencia, como preceptuaba el Código de Justicia militar- a Barcelona, Burgos y Madrid, donde permanecieron recluidos los condenados. Al régimen no le interesaban ajusticiamientos en cascada, durante días sucesivos, ni el incumplimiento de la ley a la hora de ejecutar. Esta pedantería jurídica después de haber arrollado cualquier posibilidad de defensa durante el juicio, fue lo que de manera irónica dio satisfacción al deseo de Txiki de ser fusilado y no agarrotado.

Corbatas de colores chillones D. Jacinto Argaya, obispo de Donosti, visitó el día antes de su fusilamiento a Otaegi y a su compañero de proceso Juan Antonio Garmendia, también condenado a muerte aunque conmutada su pena por su incapacidad síquica consecuencia de un tiro en la cabeza durante su detención. Por su parte, Txiki aceptó la compañía de un sacerdote en las horas previas a su fusilamiento. No así los miembros del FRAP, que solo admitieron a sus familiares con la excepción de Ramón García, hospiciano, la viva estampa del desarraigado que encontró en su fugaz militancia la amistad y calor que nunca tuvo. Sin familia, salvo un hermano enfermo crónico que no pudo desplazarse para darle su adiós último, pasó a solas la noche previa a su fusilamiento. Y murió “de forma absolutamente íntegra, sin decir una palabra”, según relató el párroco de Hoyo de Manzanares, presente durante la descarga de los fusiles. Otros testigos presenciales, contaría el fotógrafo Gustavo Catalán, quien observó impresionado que las cajas mortuorias estaban inclinadas sobre el terreno por lo que empezó a correr sangre por las esquinas; fueron los numerosos miembros de la Brigada Políticosocial (policía secreta): “Desde el famoso comisario Saturnino Yagüe a Billy el Niño (destacado torturador). Se habían puesto corbatas de colores chillones para la ocasión”.

De la última noche de Otaegi nada sabemos. La pasó con su ama María, a quien un capitán del Ejército le dijo que tuviera preparadas 50.000 pesetas para pagar a la funeraria los gastos de conducción a Gipuzkoa del cadáver. La mujer no dio más detalles. Tristísima, se encerró sobre si misma y murió cinco años después en un accidente de tráfico. Txiki otorgó testamento legando a su hermano su ropa y efectos personales. Atado a un trípode metálico, fue fusilado como todos los demás por un pelotón de voluntarios, pero en su caso no con una descarga cerrada sino tiro a tiro mientras entonaba el Eusko Gudariak.

Reconozco que la lectura de Mañana cuando me maten me ha producido una tremenda y desasosegante impresión. Viví los procesos militares y los fusilamientos pegado a la radio, siguiendo las informaciones de BBC Internacional y Radio París y con acceso ocasional a Noticias del País Vasco durante el estado de excepción, prodigio de prensa clandestina elaborada en Madrid para ser distribuida en Euskadi y el resto del Estado por Juan Mari Arregui y el ya mencionado Xabier Sánchez Erauzkin (aquí mi reconocimiento tardío para ambos). Participé en manifestaciones, saltos, reuniones y lanzamiento de octavillas. Pero el fragor de los acontecimientos, el vértigo de todo, mi fervor militante irreflexivo producto de mi edad y circunstancias, no me posibilitaron calibrar todo aquello en su justa medida. Medida que he colmado tras la lectura del libro de Carlos Fonseca, idóneo para quien se atreva a adentrarse en aquella “celebración” de venganza y sangre que supusieron los últimos cinco fusilamientos de Franco.