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Lo simple y lo complejo

LO simple tiene un endiablado atractivo. Está al alcance incluso de las mentes más obtusas, nos evita malgastar ese tiempo que se nos ha dado en cantidad finita y mucho menor de la que desearíamos y, además, simplificar es en el fondo imprescindible para manejar una realidad a la que de otro modo es imposible acceder. Pero no hay que dejarse engañar; quien dijo que las verdaderas soluciones eran las más simples desconocía el significado real de los términos verdadero, solución o simple. Porque lo simple es falso, la realidad compleja y simplificar tan necesario como ser consciente de que al masticar el alimento para hacerlo digerible transformamos su naturaleza.

El abanico de opciones que se abren al ejercicio de nuestra libertad es cada día mayor. (por más que lo sean también las oportunidades que se nos escapan). Esto dificulta cada vez en mayor medida aglutinar simultáneamente conjuntos significativos de personas en un propósito común. Al mismo tiempo, la comunicación global e instantánea nos obliga a tomar en consideración la falacia de Internet, la (falsa) creencia de que los problemas fuera de la red se resuelven a la misma velocidad con que en ella se deja una cuestión y se pasa a otra.

Adicionalmente, nuestras herramientas principales de conocimiento de las realidades no inmediatas, los medios de comunicación, están pasando cada vez más de verdaderos constructores de la noticia (fuentes diversas, contraste previo, óptica plural) a meros seleccionadores de la noticia que incluyen en su medio de entre las que otros han fabricado previamente, (fuente única y no siempre bien conocida, ausencia de contraste, óptica única...) simplificando además el mensaje cada vez en mayor medida. (Cada vez ocupan más espacio detalles accesorios, si al político le gusta tal o cual música o si practica o no deporte por ejemplo, y menos lo que verdaderamente debiera ocuparnos, sus planes, proyectos y decisiones a adoptar).

¿Gestión, eficacia...? Se preguntarán, a estas alturas, a que vienen estos brochazos de filosofía o sociología de diletante. Lo que persiguen es servir de introducción a una reflexión inquieta sobre algunas de las propuestas que han surgido últimamente en el debate político. Hemos configurado ya una Administración Local netamente presidencialista. Para facilitar la gestión y la eficacia hemos otorgado poderes muy amplios a los alcaldes, disminuyendo la relevancia de los restantes corporativos y la naturaleza parlamentaria de su actividad. Hoy por hoy, ser concejal de la oposición, incluso aunque pueda contarse con mayoría en apoyo de alguna de tus propuestas, es como darse de cabezazos contra un muro.

Y la evidencia de la corrupción, el caciquismo, el amiguismo, (cada vez más las listas electorales están integradas por amigos personales o personas de confianza del cabeza de lista que es el que trincha y corta, el único que realmente importa), el endiosamiento, (“me votan a mí”) y otros males que derivan de creer que es uno solo quien me lo puede arreglar todo y que lo único que necesita son manos libres y eliminar obstáculos a la gestión, no nos está haciendo cambiar la óptica, sino todo lo contrario.

Aborrecemos las negociaciones y los pactos (que es evidente que se dilatan un tiempo que parece exagerado en la era de internet y que sacrifican en muchos casos los intereses estrictamente locales en beneficio de otros que se consideran más relevantes) porque lo queremos todo simple y rápido. Y pretendemos evitarlas, al parecer, dando directamente la alcaldía al más votado u obligando a elegir entre los dos más apoyados en una segunda vuelta.

Cabe la posibilidad de que se trate de un propósito que se desee trasladar después a ámbitos supramunicipales (gobiernos forales, autonómicos o incluso el estatal) y que se pretenda una vez experimentar con los municipios, o que estemos ante un mero reflejo de eso que (equivocadamente) piensan muchos de que en los ayuntamientos no se hace política, de que se trata solo de gestionar. En cualquiera de los casos, creemos que no es una opción adecuada. Individualizar aún más lo que es colectivo por esencia como es la gestión pública, no es un camino provechoso en tiempos en que lo necesario es potenciar lazos comunes (“hacer nación”, “crear sociedad”) frente a tantas tentaciones disgregadoras. Es necesario en cierta medida porque en eso consiste precisamente la representación, pero no más allá. Lo que es de todos (y esto vale igual para bienes, derechos o responsabilidades) no debe ser patrimonio exclusivo o privado de ninguno. Ni aunque aleje de nosotros “la funesta manía del pensar”, que decía el célebre monarca y nos libere de algunas fastidiosas obligaciones ciudadanas.

Un problema de expectativas Con todo, lo peligroso no es una u otra fórmula de organización, sino las expectativas que se ponen en ellas. La mentalidad que trasladan. Las cuestiones complejas no tienen soluciones simples. Siempre hay pros y contras que hay que ponderar cuidadosamente. Creer lo contrario es caminar directos al desengaño y, seguramente, a pensar después que simplemente nos equivocamos de persona. Que el que escogimos no era capaz o no era trigo limpio (sin preguntarnos acaso por qué fallamos tan estrepitosamente al escogerlo). Esta es también la explicación simple y engañosa que nos permite hacer a otros responsables y no preguntarnos sobre nosotros mismos. En última instancia, todas las tiranías han solido ampararse en la rapidez de sus decisiones, la eficacia de su puesta en práctica y en la comodidad de que cada cual no tenga que preocuparse de otra cosa que de su particular modus vivendi.

Nadie dijo que la democracia fuese fácil. Que ser demócrata no exigiese esfuerzos. Pero Solón, Clístenes y los demás pioneros del asunto ya tenían muy claro que el gobierno de todos no podía descansar exclusivamente sobre los hombros de alguno (o alguna). No se les había olvidado de donde venían.