LA elección de los representantes de los ciudadanos en las instituciones y la que estos realizan de los componentes de los equipos para la gestión de la res pública conlleva un compromiso de responsabilidad, de asunción de las consecuencias que sus actos y decisiones tienen para con la sociedad que les ha elegido, que en el Estado español lleva largo tiempo diluyéndose. La laxitud del sistema judicial, tan condicionado por el sistema de nombramientos y su directa relación con el peso parlamentario de las formaciones políticas; la escasa repercusión electoral de los errores, deficiencias o disfunciones en la gestión institucional, con la única salvedad quizá de la mentira pública -baste recordar las consecuencias de la actitud del Gobierno Aznar tras el 11-M-, y las evidentes dependencias no solo ideológicas de los grandes grupos de comunicación estatales han ido limitando paulatinamente el control y la exigencia de una sociedad que parece haber agotado su capacidad de reacción ante la reiteración de los escándalos. Sólo así puede suceder que finalmente y tras un periplo judicial de más de un año no se depuren responsabilidades públicas del accidente del tren Talgo Serie 730 (Alvia) en Angrois, con el trágico balance de ochenta fallecidos, y pese a las evidencias de una gestión deficiente se acabe imputando únicamente al maquinista. O se llega al punto de que los responsables de la importación del virus del ébola al Estado español, con un caso de contagio comprobado y otros cinco en estudio, no asuman en primera persona y desde el primer momento el coste de la sucesión de ineficacias e incapacidades que han permitido la que es, sin duda, la mayor crisis de salud pública del Estado en lo que va de siglo y, por el contrario, utilicen todos los resortes para responsabilizar ante la opinión pública a la víctima de su desidia, la auxiliar de enfermería infectada. O que apenas nadie, salvo los 68.000 empleados del sector bancario que han perdido sus empleos, pague por la malversación generalizada -de la que el escándalo de las tarjetas de Caja Madrid es solo el último ejemplo- que obligó al rescate del sistema financiero español con dinero de los contribuyentes. Claro que, sin ir más lejos, uno de los máximos responsables políticos de la vergonzosa gestión del Prestige, que se cerró sin consecuencias judiciales o políticas, preside hoy el Gobierno español. De aquellos (y otros muchos) hilillos, este chapapote público.
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