El comportamiento de las economías europeas en el segundo trimestre nos deja en un terreno de razonable preocupación. Las locomotoras del continente, Francia y Alemania, se han estancado y su capacidad tractora de toda la zona euro puede acabar afectanto al tímido comportamiento positivo de las economías menores. La Comisión Europea advertía ayer mismo que, pese a no mostrar un resultado recesivo, como Alemania o Italia, las economías de España y Portugal muestran un crecimiento inestable, poco sólido y dependiente del entorno. No se compadece esa lectura del triunfalismo del presidente Mariano Rajoy. No hay causa para interpretar todavía que el ciclo económico vaya a ser recesivo, pero el escenario de dientes de sierra que anticipan los datos del segundo trimestre se complica con el impacto que la incipiente guerra económica entre la UE y Rusia pueda tener en la segunda mitad del año. Es un panorama difícil porque, en primer lugar, hay un margen escaso de maniobra para activar la economía a través de la política monetaria. Con los tipos de interés en el 0,15% y el compormiso de Mario Draghi de mantenerlos ahí durante los dos próximos años, la capacidad de incentivar la actividad debe buscar otros estímulos. La receta del Ejecutivo comunitario vuelve a ser el ajuste de las cuentas públicas, que puede transformarse en un recorte de los presupuestos europeos que permita relajar la política impositiva orientándola a animar la demanda interna en la zona de la moneda común. Sin embargo, más allá de las implicaciones sobre los servicios públicos que esta estrategia de adelgazamiento del presupuesto acarrearía, hay un factor que debe ser afrontado porque puede dar al traste también con este nuevo apretón del cinturón. El volumen de la deuda pública, que en el caso del Gobierno español la ha elevado al billón de euros y está a punto a desbordar el Producto Interior Bruto del Estado, implica unos compromisos financieros que sólo pueden afrontarse con una estrategia conjunta y un compromiso comunitario que incida sobre la banca europea -fundamentalmente la alemana, poseedora de los títulos- para relajar su amortización. La losa que hoy supone esa deuda no se levanta ni con el desmantelamiento de todo el sector público y puede hacer estéril una política fiscal que incentive el consumo.