LA cifra de 51,2 millones de refugiados y desplazados internos en el mundo, la más alta desde la Segunda Guerra Mundial, se constata consecuencia directa de la escalada bélica que, coincidiendo con el cambio de siglo, se ha extendido en forma de conflictos más o menos localizados a diversas zonas del planeta. Conflictos abonados por el subdesarrollo económico, político y cultural que, sin embargo, no se generan de modo espontáneo sino impulsados en gran parte por el enfrentamiento de intereses macroeconómicos y especialmente del control de las materias primas. Esto es, el que parece creciente e imparable drama de los refugiados, que en zonas concretas como Afganistán, Siria, Sudán, Irak o Mali alcanzan cifras y porcentajes espeluznantes, tiene una doble raíz económica que difumina la distinción entre refugiados y emigrantes asentada en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951. No en vano, la explotación de los recursos por esos incontrolados intereses multinacionales acaban provocando conflictos bélicos entre países o creencias y creando regímenes tan artificiales como dictatoriales que abocan al exilio a cientos de miles de personas. No en vano, la inmensa brecha de desigualdad entre los países más avanzados y los países aún en subdesarrollo, mantiene en la absoluta precariedad a buena parte de los más de siete millones de habitantes de la Tierra y provoca al mismo tiempo los conflictos y las grandes corrientes migratorias: hacia el Mediterráneo desde África, hacia Jordania y Turquía desde Oriente Medio, hacia América del Norte a través del Caribe desde Latinoamérica, y en Asia en dirección a Australia o los países ricos del golfo Pérsico. Y no en vano, este crecimiento exponencial del problema y el hecho de que en tantos casos el mundo desarrollado oponga falta de voluntad y, en consecuencia, políticas restrictivas -el Estado español no es una excepción- que agravan una ya dramática crisis humanitaria mundial, conllevan un fenómeno de estancamiento de las corrientes de refugiados en los países en desarrollo. Y esto dificulta sobremanera destinar recursos a su atención o, en su caso, que dichos recursos lleguen a su destino y por los cauces y en los modos previstos y provoca una precarización de la situación en los propios países de acogida que abona nuevos conflictos.
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