EL auto del juez Pablo Ruz, del Juzgado de Instrucción nº3 de la Audiencia Nacional e instructor de las diligencias del caso Bárcenas, en el que constata indicios de "una cierta corriente financiera de cobros y pagos continua en el tiempo al margen de la contabilidad remitida por el Partido Popular al Tribunal de Cuentas" supone una razón irrefutable para cuestionar la continuidad de dirigentes y miembros del PP, recientes y actuales, en puestos de responsabilidad política y representación pública. La simple permisividad de prácticas internas contrarias a la legalidad, mucho más la participación en las mismas, descalifican de modo absoluto para ejercer la política, especialmente en tiempos de cuestionamiento de esta por la ciudadanía ante estos y otros escándalos, sea desde los órganos de decisión de un partido o sin lugar a dudas como representante de la ciudadanía en instituciones públicas o cámaras en las que se ha legislado también lo que ellos han reiteradamente incumplido. Pero la traslación al auto por el juez Ruz de los indicios de una contabilidad B continuada durante años en el PP, cuestiona también la legislación al respecto, los mecanismos de control que deben hacerla respetar y, en definitiva, la credibilidad democrática del sistema de partidos cuasibipartidista que impera en el Estado español. Aunque los hechos investigados sean anteriores a la última reforma legal -Ley Orgánica 5/2012 de 22 de octubre, que actualizó la 6/2007 del 4 de julio sobre financiación de partidos- el denominado caso Bárcenas muestra las limitaciones con que la ley encorseta el desaforado crecimiento de las necesidades partidarias -los gastos anuales de PP y PSOE superarían con creces los 70 millones de euros- especialmente en épocas electorales, lo que exige una revisión mucho más profunda del sistema de financiación. Exigencia que no es ajena a la incapacidad del Tribunal de Cuentas para cumplir, antes y después de la última reforma, el rol de control que la propia ley le estipula (art. 16 y 19) y su subordinación final a los recursos ante el Tribunal Supremo, cuya composición obedece -otra vez la dependencia judicial- a acuerdos de unos partidos nada proclives al control de sus ingresos, como muestra el hecho de que la legislación original, de 1987, permaneciera inalterada hasta 2007, durante dos décadas.
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