En 1740 el poeta escocés James Thomson escribió la letra de la que, con música de Thomas Arne, acabaría siendo una de las más conocidas melodías patrióticas británicas: Rule Britannia. El estribillo viene a decir algo así como "¡Gobierna Britannia! ¡Britannia gobierna los mares! Los británicos nunca serán esclavos". Los que leemos esta letrilla desde lejos tendemos a pensar que es un simple estribillo patriótico exagerado. Y lo es, pero estaría bien valorar en su justa medida su sentido y no despreciarlo por las ínfulas que podamos verle.

El himno fue compuesto en 1740, medio siglo después de la Gloriosa, esa revolución casi incruenta que derrocó a Jacobo II e implantó la democracia parlamentaria en el Reino Unido, y medio siglo antes de que la Revolución francesa provocase la reacción que puso en cuestión los grandes ideales políticos e intelectuales del Siglo de las Luces. El estribillo dice que "los británicos nunca serán esclavos", y con ello no solo descarta la posibilidad de que el Reino Unido pueda caer bajo dominio extranjero, sino, sobre todo, la de que los británicos puedan llegar a tener gobernantes tiránicos. La Gloriosa había acabado con la monarquía absoluta de los Estuardo e implantó una monarquía parlamentaria -recurriendo a la casa de Orange- en la que el monarca está severamente limitado por los poderes del parlamento.

He recordado esto durante estas semanas, a cuenta de la decisión del parlamento británico de rechazar la propuesta del primer ministro para que el Reino Unido se implicase en una posible intervención en Siria. Un hecho como ese nunca se hubiera producido en España, ni tampoco en Euskadi. En nuestro entorno, un gobierno que cuenta con la mayoría absoluta en el parlamento carece de obstáculos para llevar adelante sus decisiones. La razón es muy sencilla: los parlamentarios responden, en nuestro sistema político, ante las direcciones de sus partidos o ante sus partidos, porque se votan listas decididas en las cúpulas, al menos en el caso de los dos partidos mayoritarios. En Gran Bretaña, sin embargo, los parlamentarios responden ante sus electores; en cada distrito se elige un representante, y de su actuación depende, en buena medida, que vuelva a ser elegido posteriormente. Las ventajas de ese sistema son palmarias, como se ha podido comprobar, pues dotan a los parlamentarios de libertad para actuar en conciencia, esa libertad que va íntimamente ligada a la responsabilidad ante sus electores. Y buena prueba de sus virtudes es que ha perdurado durante más de tres siglos y sigue gozando de muy buena salud.

Los principales males del sistema político español son consecuencia de un sistema electoral en el que las cúpulas de los grandes partidos acaparan un poder casi omnímodo sobre sus organizaciones, y también sobre congresistas y senadores. Indirectamente, el poder judicial también está sometido a los mismos intereses. Y eso conduce a una impunidad casi total en la esfera política y muy considerable en la judicial, y a que las posibilidades de regeneración del sistema sean mínimas.

Envidio a los británicos. No son perfectos, por supuesto; nadie lo es, pero les envidio. Envidio sus tiendas de segunda mano, su tendencia innata a hacer colas, el valor que dan al patrimonio histórico, su apego a las tradiciones, la importancia que conceden a los modales, su optimismo epistemológico, su afición a la ironía, su espíritu positivista, su ciencia, sus universidades, su capacidad para cambiar las políticas públicas, su patriotismo ingenuo. Envidio todo eso y más cosas, pero por encima de todo, me gustaría tener su sistema político, su democracia, y, ante todo, su noción de la responsabilidad y de la libertad.