leía en la prensa hace unos días cómo el Ayuntamiento de Teis (Vigo) mandó apuntalar, unos días antes de difuntos, todo el cementerio porque en esas fechas en que el personal en masa visita los camposantos, se les habrían venido encima los nichos a la gente. ¡Vaya!, pensé yo, hubiera sido la leche, huesos por aquí, calaveras por allá, ramos de flores, bandas de recuerdo enredadas de mala manera? Es que no puede ser. Ni los muertos pueden estar tranquilos en el cementerio. Y pensé en aquel refrán popular que reza "el muerto al hoyo y el vivo al bollo". Y me vino el asunto a la cabeza en plenas fiestas de mi pueblo porque lo del refrán le viene como anillo al dedo. El cementerio de mi pueblo, que data de cuando Prim era sargento, se encontraba solito y en paz a la salida de Bergara. Ahora, sin embargo, está rodeado por una carretera, casas, ambulatorio, instituto, escuelas, campo de fútbol, y un amplio parking que, en fiestas, se convierte en lugar de asentamiento de atracciones y ferias barraqueras. Ahí, una vez limpio de automóviles, pared con pared, se montan el Show de la ranita, el terrible Túnel del dragón oriental", los autos de choque con sus bocinazos, las tómbolas con sus ofertas que se oyen, o mejor, perforan los oídos? En fin, lo que es un amplio parque de ferias y atracciones con todos los olores y ruidos imaginables mientras a 30 centímetros de tapia descansan en silencio los del espacio contiguo. ¡Coño! aquí se da, con descarnada realidad, lo del refrán "el muerto al hoyo y el vivo al bollo". El silencio de los muertos invadido por el desenfreno de una jarana que se encuentra en la gloria. "El muerto al hoyo y el vivo al bollo" no es un consuelo, expresa la idea de que una vez que algo está perdido no merece la pena lamentarse por ello, sino asumirlo y seguir adelante. Quizás, sucede que para pasar del luto a la fiesta no hay más que un amén o un santiamén? para lo que se presente, para lo que sea menester.