LA ayuda económica concedida por la Diputación Foral de Bizkaia al Bilbao Basket ha vuelto a reavivar un debate que sacude intermitentemente los medios de comunicación: ¿deben las administraciones públicas financiar con dinero público el deporte profesional? Se trata de una controversia muy sugerente y que puede enfocarse desde diferentes perspectivas.
Existe un consenso prácticamente generalizado sobre que se debe financiar con dinero público el deporte amateur y la promoción de la actividad deportiva entre los menores de edad. Incluso los más críticos respecto al apoyo administrativo a los profesionales reconocen que el deporte aporta al interés general cosas que merecen la pena. A estas alturas, el beneficio indudable de la actividad deportiva para la salud y su correlativo efecto reductor del gasto sanitario no lo discute nadie y muy pocos, asimismo, su potencial educador y conformador de una personalidad equilibrada y capaz de enfrentarse con solvencia a los retos y conflictos de la vida cotidiana.
Si no se discute que las administraciones aporten dinero público al deporte, dejando aparte las cuestiones de conveniencia y oportunidad, de cuantías y momentos, aunque interfieran constantemente en el debate, lo que sin embargo parece levantar críticas furibundas es que se destinen ayudas económicas directas al deporte profesional. Y si decimos ayudas económicas directas es porque pasan habitualmente desapercibidas o no generan similar escándalo otro tipo de colaboraciones como la cesión del uso de instalaciones deportivas de forma gratuita o a precio muy inferior al que deben satisfacer otros usuarios (cesión incluso en régimen de monopolio), la prestación de servicios por los que tampoco se cobra lo que se podría, la contribución publicitaria que tiene por objeto encubierto la ayuda adicional u otras medidas de parecida naturaleza. Y aunque otras ayudas como el establecimiento de regímenes de tributación privilegiada para los deportistas profesionales han generado, cuando se han conocido, la muy justificada protesta generalizada que merecían, lo cierto es que lo que levanta sarpullidos con frecuencia es la concesión de subvenciones directas; instrumentadas o no a través de convenios que prevean contrapartidas que nunca suelen ser equivalentes. Le queda a uno la duda, por tanto, de si lo que se objeta es que se ayude, o tan solo el que se haga en metálico.
Analizado el deporte profesional desde su dimensión empresarial (ese carácter de negocio que tantos críticos le reprochan) ¿tiene que ser peor tratado que, pongamos por caso, las empresas fabricantes de tornillos? Si estas obtienen ayudas económicas directas y otro tipo de ventajas y beneficios, fiscales particularmente en relación con sus inversiones, ¿deben negarse estos a las empresas (a su forma jurídica luego nos referimos) promotoras de espectáculos deportivos?
Adivino en el lector una mueca de escepticismo: no es lo mismo ayudar a una empresa local de trabajadores mileuristas en crisis (aunque tenga acaso propietarios de a saber dónde) que a multimillonarios deportistas que cambian (legítimamente) cada año de chaqueta y territorio en cuanto perciben la más mínima mejora de sus condiciones.
Pero si el criterio para conceder o no ayudas va a ser el de las retribuciones que se satisfacen (y sin perjuicio de que se utilice como condición para garantizar la supervivencia de la empresa y que fructifique el esfuerzo público, incluso desde una perspectiva moral) habrá que dejar de colaborar desde luego con las entidades financieras, con los espectáculos musicales y cinematográficos (festivales), en los que se financia a gente que gana muchísimo dinero, y dejar de organizar exposiciones de artistas multimillonarios o incluso de pagar con dinero público los cachés de los cantantes de opera.
¿Dinero público para el deporte profesional? Rotundamente, sí. Aunque solo por no discriminar el deporte profesional con respecto a otras actividades empresariales que ni desde el punto de vista ético (respeto a los derechos humanos, tratamiento del medio ambiente... ) ni desde el punto de vista de su contribución al interés general y su retorno a la sociedad de Bizkaia (el Athletic, por poner un ejemplo, genera más de un centenar de empleos de sueldo normal además de los de los jugadores y técnicos de élite) deben ser, con respecto a él, preferentes y privilegiadas.
Dinero público sí, pero ¿para cualquier cosa y de cualquier manera ? La respuesta a esta pregunta tiene que ser forzosamente otra.
Dos pueden ser, básicamente, los destinos de la financiación: por un lado, los proyectos específicos y concretos respecto de los que se pueda justificar debida y autónomamente el específico interés general y, por otro, el correcto empleo del esfuerzo público y la actividad ordinaria de los clubes y entidades, sueldos millonarios incluidos. Es este segundo caso, el que, como supondrán, suscita mayores interrogantes y respecto de ambos extremos además.
En lo que hace a lo primero, al interés general, habrá que remitirse a los estudios que acreditan el retorno económico a la sociedad y la Hacienda (por no meternos en disquisiciones sobre efectos positivos en valores sociales e identidad colectiva) que produce la actividad deportiva de los clubes de élite y el correlativo perjuicio que se deriva de su desaparición o pérdida de categoría. Ocasión habrá de profundizar en ello.
Respecto de lo segundo, el correcto uso, sin embargo, habida cuenta de que la necesidad puede venir derivada (y será lo más frecuente) de gestiones manifiestamente mejorables de los responsables, lo que no es admisible es que no se exijan las pertinentes garantías. Es distinto a estos efectos el caso de gestores a quienes los socios pueden destituir o que tienen que refrendar democráticamente del supuesto de las sociedades anónimas deportivas gestionadas a su arbitrio por quien ostenta la mayoría del capital. No es comprensible, en lo que se refiere a éstas, que los responsables políticos deleguen la gestión del dinero público en manos de personas a quienes los ciudadanos no hemos elegido para ello y que es muy posible que no hayan acreditado, si acaso lo contrario, solvencia profesional en tal desempeño.
Parece muy razonable, en consecuencia, que las administraciones públicas se hagan cuando menos partícipes de la sociedad anónima en la proporción de capital equivalente a la ayuda como manera de intervenir en la gestión, sin perjuicio de otras garantías que pudieran establecerse. El uso adecuado de los fondos que debiera asegurar, entre otras cosas, que la circunstancia que motiva la ayuda no vuelva a concurrir, es el flanco que parece no estar suficientemente cubierto en algunas de las decisiones subvencionadoras de nuestros responsables institucionales. Solventado el mismo, la cuestión, desde luego no menor, del cuánto y el para qué, queda al albur de las prioridades políticas de cada cual.
Hay, de todos modos, un último aspecto que no puede dejarse de lado. La Ley General de Subvenciones prohíbe la concesión de subvenciones (art.13.2.e) a quienes no se encuentren al corriente de sus obligaciones fiscales o de Seguridad Social. No es una disposición que carezca de sentido; ni se debe premiar el incumplimiento, ni hacer que lo que algunos sufragan con su esfuerzo, otros puedan hacerlo con el de todos.
Entre las ayudas que el deporte profesional merece no está, desde luego, el eximirle de cumplir las leyes. Y si parece que no se le exige cumplir como a los demás, estamos situándonos fuera del nivel legítimo de ayuda. Porque lo primero es lo primero. Y condición necesaria para el siguiente paso.