Eligo in Summum Pontificem
Vaya por delante la confesión de que no soy usuaria, no comulgo con sus decisiones ni sigo sus preceptos, pero vaya por delante también el reconocimiento de que todo lo que rodea al cónclave para elegir a quien será el sucesor de Ratzinger al frente de la Iglesia Católica me fascina. No me digan que no es evocador hablar de sede vacante para denominar ese periodo entre un pontificado y la elección del siguiente Papa. No me digan que no es sugerente escribir una crónica en la que poder utilizar términos como camarlengo -el administrador del Vaticano durante ese periodo entre papas- o Curia Vaticana, palabras que durante estos días hemos visto unidas a control, a filtraciones, a presiones y a falta de transparencia.
Son miserias que la Iglesia, la católica, a lo largo de su historia ha tenido y ha ocultado; miserias a las que el nuevo Pontífice deberá poner coto. Y estamos hablando de mezquindades de este siglo, léase casos de pederastia que se han encubierto o de -como ellos mismos lo han llamado- conductas sexuales inapropiadas. 115 cardenales, con sus hábitos y sus edades, encerrados en la Capilla Sixtina para elegir entre iguales a quien en unas horas jurarán obediencia y a quien darán el poder absoluto -con permiso de la Curia- para gobernar la Iglesia. Iglesia que ha entronizado a reyes y emperadores y los ha dejado caer.
Un poder que quieren seguir manteniendo hoy, más allá de sus dominios, más allá de aquellos que, libremente como el Papa en su renuncia, han decidido apuntarse.
Aún así, si esta semana quieren encontrarme, sepan que estaré mirando a Roma, a la ciudad a donde llegan todos los caminos, con los ojos puestos en una chimenea y en un balcón donde en unos días aparecerá el nuevo Papa. Y con la tentación de vestirme de púrpura y colarme, como uno más, en ese cónclave donde solo unos pocos pueden entrar.