UNO de los mayores retos, para alguien que se dedica a la medicina, es atender a un amigo un poco hipocondríaco. Alguien como Mikel, que ante cualquier adversidad se deja llevar por la obsesiva preocupación de que puede estar enfermo. En su caso, las cosas se complican: se formó como ingeniero y los debates sobre el origen último de sus síntomas solo finalizan cuando admito que la medicina no tiene respuesta para muchas preguntas. Goza de buena salud, aunque tiene el colesterol algo elevado. Su médica de familia le ha prescrito estatinas que, según afirma, le producen tantos efectos adversos que se ha visto obligado a tomar la decisión, tan poco científica, de sustituirlas por levadura de cerveza y lecitina de soja. La fascinación llegó un mes después, el remedio había funcionado y su colesterol malo es tan bajo como el de un niño vegetariano. Ni que decir tiene, que ha introducido algún cambio más en sus hábitos -como no cenar cordero- pero esto, según cree, no parece ser la causa del encarrilamiento de sus resultados.

No obstante, todo tiene inconvenientes. Tener los análisis normales hace que no sea necesario repetirlos con tanta frecuencia. Antes, cada vez que le extraían sangre aprovechaba para conocer el valor de su PSA (sigla en inglés de antígeno prostático específico). El argumento que soportaba este dislate era contundente: "Cuanto antes se conozca si tengo cáncer de próstata, más sencilla será su curación". Su hermano mayor ha tenido los niveles elevados y, aunque no tiene síntomas, le han realizado dos molestas biopsias que, además, no han sido concluyentes por lo que debe hacerse controles periódicos.

Confiar -erróneamente- el diagnóstico precoz del cáncer de próstata a un análisis que muestra tan pocas garantías no es responsabilidad de Mikel. Durante las tres últimas décadas la medicina ha defendido la necesidad de realizar controles generalizados mediante la determinación del PSA. Después de que millones de hombres se hayan sometido a la prueba, ahora sabemos que el beneficio de ese cribado indiscriminado es solo hipotético. Tiene negativos falsos (situaciones en las que en presencia de un cáncer prostático invasivo el resultado del análisis es normal), pero sobre todo tiene positivos falsos, valores que aparecen alterados sin enfermedad maligna que lo justifique. Un PSA falsamente positivo conduce al llamado sobrediagnóstico, una eventualidad que ha comenzado a preocupar a la ciencia por los perjuicios -en algunos casos muy graves- que origina. Tal es así que su descubridor, Richard Ablin, ha llegado a afirmar: "Nunca soñé que las ansias de ganancia convertirían el descubrimiento que realicé hace cuatro décadas en un desastre para la salud pública".

El sobrediagnóstico obliga a realizar más pruebas, en este caso una biopsia que tampoco suele ser capaz de despejar las dudas. La mitad de los hombres mayores de 50 años son portadores de células cancerosas en su próstata, sin embargo, menos de un 3% morirán como consecuencia del tumor y lo harán a una edad muy avanzada. Son tumores con un comportamiento mayoritariamente benigno, es decir, pueden permanecer confinados sin invadir el resto del organismo, no deteriorando, por tanto, la salud. En este hecho se basa la afirmación de que los hombres que lleguen a viejos morirán con cáncer de próstata y no como consecuencia de él.

Aun conociendo estos datos, la palabra cáncer es tan perturbadora que muchos decidirán extirpársela, recibirán quimio o radioterapia y se tratarán con hormonas. Un caso de sobretratamiento que, además de la ansiedad y las complicaciones inherentes a toda cirugía y al resto de los tratamientos, puede acarrear impotencia e incontinencia urinaria. Este es el escenario final, una prueba poco eficaz acaba ocasionando tratamientos agresivos que conllevan graves complicaciones.

Buscando evitar esos inconvenientes, los imparciales y respetados Servicios Preventivos de la administración estadounidense acaban de recomendar que el PSA no siga realizándose de forma indiscriminada, ya que hay bastante certeza de que las complicaciones que genera superan las ventajas que aporta. Solo estiman su utilidad en los que tengan antecedentes familiares de cáncer de próstata invasivo o en aquellos que muestren síntomas muy sugestivos. No se trata de una mera opinión ni de una contención de costes. La recomendación se basa en dos estudios con miles de pacientes, uno de su país y otro europeo, en los que solo éste último mostraba una escasísima capacidad para reducir la mortalidad.

Científicamente -y metafóricamente- hablando, determinar el PSA sin necesidad tiene la misma validez que lanzar una moneda al aire y sus consecuencias tanto riesgo como jugar a la ruleta rusa. No dice quién padece un tumor maligno de próstata y aun con la biopsia tampoco es capaz de descubrir -en aquellos que lo presenten- si será agresivo o no, aunque de los que salgan de este intrincado laberinto uno de cada cuatro acabará con pañales y tomando viagra.

Sin embargo, una recomendación tan clara difícilmente tendrá consecuencias prácticas inmediatas fuera de los Estados Unidos. La industria del análisis del PSA sigue siendo un negocio lucrativo. En Francia, la presión publicitaria tratando de que los hombres se lo practiquen es muy intensa, incluso se vende un kit para su realización en domicilio sin necesidad de consulta médica. Unos intereses mercantiles que tratan de influir -¿económicamente?- en el mundo médico y en el de las asociaciones de enfermos para que la prueba se siga recomendando y reclamando. Finalmente, las decisiones sanitarias de este calado son tomadas por personas del mundo de la política ávidas de votos, por lo que a pesar de que las evidencias en contra son abrumadoras no se arriesgarán a excluir el cribado con PSA del catálogo de prestaciones y a la posibilidad de acabar siendo acusadas de muertes por burocracia. Su argumentación anticientífica -y falaz- es sencilla: si dejara de hacerse se ocasionarían muchas muertes.

Ciertamente que se puede ocasionar alguna muerte al no realizarlo, pero también la cirugía innecesaria las produce. Estamos en una situación económica crítica que conlleva graves amenazas para la salud y la prestación sanitaria. Alguien con un mando a distancia, de marca alemana, impondrá cuánto y dónde se recorta, pero antes de comenzar con los repagos y cargar con el peso de la crisis a las personas enfermas, debemos comenzar a aplicar medidas que eliminen aquellos procedimientos y tratamientos que no aportan beneficios, más si tienen tantos inconvenientes. Solo los que hayan demostrado que su coste se justifica, por su eficiencia, a la luz de un organismo de evaluación sanitaria independiente y publico deben ser mantenidos. La desinversión del cribado con PSA será un cambio difícil, no reducirá mucho el gasto, pero sí ganaremos en salud, en confianza en el sistema y en la medicina.

Una confianza maltratada por la ministra de Sanidad, Ana Mato, cuando, en su búsqueda de argumentos científicos para justificar sus prejuicios morales sobre la necesidad de receta para la pastilla del día después, no se fía del criterio de la Agencia del Medicamento y solicita más informes en busca de alguno que le satisfaga. Si la ministra no se fía de su Agencia, ¿se deberá fiar la profesión médica cuando el Ministerio recomiende no utilizar el PSA como cribado?

A Mikel le diré que cuando su médica le mire a los ojos, como lo hacía antes de estar abducida en la refriega que mantiene contra la informática y el cronómetro, le consulte si debe realizarse la prueba. Seguro que, aunque sea un poco hipocondríaco, ella preferirá explicarle por qué no es recomendable a recurrir al camino sencillo de solicitársela.