SI en algún momento ha habido divergencias en torno al diagnóstico de la crisis y sus posibles consecuencias, ya nadie duda de que la política de recortes es un camino sin retorno que no sirve para solucionar los graves problemas que tienen planteados los distintos países. La propia patronal se atreve a decir públicamente que es necesario implementar políticas que activen el consumo, que generen empleo para que, de este modo, se reactive la demanda. Si a comienzos de la crisis había cierto disenso entre los analistas, en la actualidad únicamente se limita al grado de dureza con que se están aplicando las medidas de ajuste eufemísticamente llamadas "anticrisis" y al tiempo que nos queda para ser intervenidos, a si vamos a estar jugando la liga en primera con Alemania, Francia..., o en segunda (por no decir en regional): Grecia, Portugal, España, Italia... Tratan de que asumamos de forma más o menos consciente la inevitabilidad del proceso. No hay alternativa, se dice, o, al menos, eso es lo que nos quieren hacer creer desde las instancias de poder tanto estatales como internacionales.

Parece que la derrota de la Política es un hecho. Más allá de los excesos de los políticos de turno y salvo expresiones marginales, parece que ha perdido su capacidad transformadora y de control del espacio público: En el mejor de los casos, la política sirve de bálsamo para paliar las heridas abiertas por un viento económico despiadado. O, ¿cómo se explica si no que la socialdemocracia se haya anegado estrepitosamente en el mar proceloso de la crisis; o que los partidos, incluso los más reformistas, únicamente recuperen su discurso cuando no tienen responsabilidades de gestión, lo que les lleva a ser vistos como instrumentos intercambiables al servicio del poder sin alternativas creíbles? En el caso español: ¿De quién es la reforma laboral, del señor Zapatero o del señor Rajoy? De ambos, responderá una gran cantidad de gente. Entonces, ¿qué diferencia hay entre la izquierda y la derecha?

No se trata de decir que todas las políticas son iguales, ni que las sensibilidades entre unos partidos y otros son las mismas, pero sí de poner de manifiesto los límites reales de lo político como instrumento de organización de la convivencia. Quizás alguna vez fue creíble, pero ahora es evidente que la gente ha dejado de confiar en que la autoridad política puede embridar al poder económico, en que constituya un instrumento efectivo para conseguir una sociedad más justa e igualitaria. Y, sin embargo, tenemos que reconocer que no hay alternativa, que es necesario recuperar la dimensión política como única alternativa de civilidad y, lo que es más importante, de supervivencia ante el horizonte de crisis que nos va a tocar afrontar.

Siempre he estado convencido de la verdad del aserto de Marx, para quien las condiciones de producción se corresponden con un estadio de desarrollo de las fuerzas políticas materiales y de que el grado de evolución de éstas es el que nos da el tenor de la sociedad que nos toca vivir. En este sentido, hemos cometido un gran error de diagnóstico, hemos identificado la crisis del mundo desarrollado con la crisis del sistema, hemos considerado la crisis de la formación social capitalista sustentada en el Estado de Bienestar que ha liderado ininterrumpidamente el desarrollo desde finales de la II Guerra Mundial y que, aproximadamente representa en Europa a unos 500 millones de habitantes, con la crisis del todo, del conjunto del planeta en el que viven 7.000 millones. Nos negamos a ver los desplazamientos del centro de gravedad y de los centros de decisión hacia sociedades emergentes que tienen una capacidad de desarrollo infinitamente superior.

La sociedad occidental ha hipotecado su bienestar. ¿O creemos que es por casualidad que en este momento sean países como China, o los Emiratos Árabes quienes estén financiando todo nuestro desarrollo, quienes sean los principales acreedores de los países desarrollados y quienes estén creciendo a unas tasas de casi dos dígitos, algo absolutamente impensable para una Europa envejecida y obsoleta? En este contexto, hay que repensar y plantear los interrogantes de la política tanto a nivel europeo como local.

Volviendo al tema del Estado de Bienestar, de los recortes que se están aplicando en capítulos básicos, más allá de la indignación que suponen, estamos obligados no a aceptar acríticamente todas las medidas que nos vengan impuestas de la mano de la razón neoliberal que se ha erigido en la razón con mayúsculas, obligados a repensar su sentido, su significado a luz de los escenarios posibles y plausibles que nos van a tocar vivir.

Una de las mayores virtudes de la racionalidad política es saber adaptarse a las condiciones cambiantes del entorno. La naturaleza, significación y transcendencia de la realidad política y social es un proceso dinámico, flexible y cambiante a lo largo del tiempo. Y el cambio de escenario nos obliga a repensar el propio concepto, naturaleza y categorías del Estado de Bienestar. Entre aceptar acríticamente los cambios impuestos por el mercado y dar por bueno todo lo hecho hay un verdadero abismo. De la misma forma que nadie duda de que una política de apoyo y estimulación de la demanda es absolutamente necesaria, sin embargo, mucho habría que decir de las políticas efectivas puestas en marcha en estos últimos años en materia de infraestructuras que han respondido al complejo de nuevo rico en muchos casos y, lo que es peor, han supuesto enterrar una gran cantidad de dinero que ha representado al fin y a la postre un auténtico despilfarro.

Una política responsable y progresista está obligada a repensar gran parte del Estado de Bienestar si es que queremos conservarlo y que siga sirviendo para proteger a las clases más desfavorecidas. Es verdad que una reflexión sobre un tema tan delicado debe hacerse con sosiego y calma y no al albur de decisiones tomadas vía decreto-ley de la noche a la mañana; pero no es menos verdad que tenemos irremediablemente que acometerla si es que queremos mantener la sociedad cohesionada. Lo decisivo no es mantener instituciones de forma inmutable sino adaptarlas para que sigan siendo útiles. No debe haber tabúes al respecto. Aunque es prolijo y sobre todo delicado, hay una serie circunstancias que modifican la naturaleza y el significado del Estado de Bienestar:

En primer lugar, el Estado de Bienestar en su formulación actual está concebido como un instrumento de regulación en un contexto expansivo que no se corresponde con el actual. El Estado de Bienestar se sustenta sobre la base de la redistribución en un contexto de crecimiento, habrá que inventar nuevas fórmulas para mantener los servicios actuales en contextos de estancamiento o de recesión. Cada vez es más evidente que la lógica del crecimiento indefinido es insostenible.

En segundo lugar, la lógica del Estado de Bienestar ha llevado a una maximización de necesidades a satisfacer, todas igualmente legítimas, pero que han hecho que el sistema se haga insostenible. No podemos obviar las erróneas políticas de inmediatez demandadas desde todos los sectores. Hoy sabemos que el pozo de las necesidades es infinito. ¿Es posible esto? ¿Qué efectos ha tenido en la sociedad? ¿Hasta qué punto determinadas soluciones institucionales no han supuesto un cierto retraimiento? ¿Es posible involucrar a ésta a través de políticas fiscales o similares?

En tercer lugar, el siglo XXI exige superar las viejas divisiones público-privado como compartimentos estancos. Ni en materia de educación, ni en materia de bienestar social, sanidad y demás, estamos en el siglo XIX. Consecuentemente, fórmulas que se adoptaron para ese momento deben ser revisadas. En el caso de Euskadi, una comunidad de aproximadamente dos millones de personas, puede y debe ser gestionada de forma mucho más eficiente que otras mayores y más complejas. Un ejemplo sencillo, el aumento de movilidad que el TAV va a suponer, permitirá cambiar la estructura funcional actual, ¿por qué la división funcional actual tiene que seguir siendo eterna?

Por último, entiendo que la lógica del nuevo tiempo que se avecina se debe sustentar sobre la discriminación eficiente. Como un viejo adagio sostiene, "no hay mayor discriminación que no hacerla". Toda la política del Estado de Bienestar, como dice Kevin Lynch, debe estar basada en dos criterios que deben actuar como telón de fondo en el nuevo escenario: la eficiencia y la justicia. Estos criterios deben ser determinantes en el nuevo escenario, sólo así será posible alcanzar una sociedad vasca equilibrada y creativa al mismo tiempo.