UN grupo de empresarios vascos me contó en una ocasión que el día 2 de marzo de 2009 se trasladaron a Madrid con el propósito de participar en una reunión de negocios. La víspera se habían celebrado en Euskadi las elecciones autonómicas de las que salió el Gobierno vasco actual. Todos los titulares de prensa se hacían eco de los resultados arrojados por las urnas y, en un alarde de independencia, alguna cabecera destacaba con singular énfasis el hecho de que dichos resultados permitían, por fin, desalojar al PNV de las instituciones autonómicas y constituir un Gobierno alternativo, apoyado exclusivamente en los escaños del PSE y del PP.

En el trayecto hacia Madrid, los empresarios vascos discutieron ampliamente sobre si el PSE iba a ser capaz de embarcarse en semejante aventura. Era el tema de la jornada. A la mayoría de ellos le parecía imposible que, tras una campaña centrada en cantar las bondades de la transversalidad y en negar, más concretamente, la hipótesis de cerrar un pacto con los populares vascos, el PSE fuera a optar por aquella estrategia. Había opiniones discrepantes, pero esa era la percepción de la mayoría. En cualquier caso, todos dudaban. Ninguno de ellos se atrevía a vaticinar de un modo terminante lo que iba a suceder.

Sin embargo, cuando llegaron a su destino descubrieron con sorpresa que entre sus interlocutorios madrileños nadie dudaba. Ni uno solo de los empresarios con los que se reunieron en la Villa y Corte pensaba que, con aquellos resultados en la mano, fuera posible que López y Basagoiti no se fundieran en un abrazo patriótico para desplazar a los nacionalistas vascos y formar un gobierno de signo españolista. Veían claro que no había otra opción. A su juicio, la opinión pública española no iba a tolerar que se desaprovechase aquella oportunidad histórica para arrinconar al nacionalismo vasco y encarrilar la política vasca por la senda del constitucionalismo esencialista. Es más, estaban absolutamente seguros de que si los socialistas se resistían a pactar con el PP, iban a ser severamente sancionados por el electorado español.

Los hechos dieron la razón a los empresarios madrileños. En cuestión de días, el engranaje pactista se puso en marcha y el acuerdo fue un hecho. Así nació la era PSE-PP.

El presidido por López fue, desde su inicio, el Gobierno con mayor apoyo mediático que ha conocido la historia. Con la excepción del angosto espectro informativo vinculado al nacionalismo vasco -que ha pagado muy dura la osadía de desmarcarse del concierto general- todas las cabeceras y medios de comunicación dieron la bienvenida al nuevo gabinete. Hoy, tres años después, resulta francamente sugestivo repasar los editoriales que se publicaron en aquellos días. Nunca antes se había visto un panorama tan uniforme. Todos los epígonos mediáticos del PP y del PSOE confluían en la inédita coincidencia de defender y apoyar con uñas y dientes al nuevo Ejecutivo. Desde la prensa de la derecha se nos dijo que no estábamos ante un simple Gobierno, sino ante algo cualitativamente distinto: un acuerdo de Estado de relevancia constitucional. Pedro Jota, por lo demás tan crítico con los socialistas, invistió a Patxi López con el título Patxi Nuestro. Y desde el lado contrario, el entorno mediático socialista quiso disociar a Basagoiti del PP y hasta llegó a teorizar sobre el nuevo estilo -"más abierto, tolerante y flexible", según su versión- que se estaba ensayando entre los populares vascos, por contraposición al de sus compañeros de Génova. Todo eran loas y parabienes para el nuevo Gobierno y pacto que le daba sustento. Hasta Sarkozy avaló aquella insólita experiencia gubernamental, por mucho que a López le moleste recordarlo ahora.

Aunque los primeros pasos de la alianza entre López-Basagoiti estuvieron edulcorados por algodones y cuidados eufemismos -el más cáustico, a fuer de complaciente, fue el que bautizó el gabinete de López como el "Gobierno del Oasis"- aquel experimento siempre tuvo en contra a la opinión pública vasca. Encuesta tras encuesta, los entusiásticos titulares de la prensa se veían desautorizados por un juicio ciudadano francamente negativo en torno a la confianza que aquel Ejecutivo inspiraba a los vascos. Su popularidad siempre ha estado bajo mínimos. Y el paso del tiempo no ha hecho más que acentuar el desapego de la sociedad vasca con respecto al Gobierno de López.

Pero los responsables nunca se dieron por enterados. Al revés, confiaron en conjurar la opinión contraria repitiendo hasta la saciedad que el pacto estaba blindado y era inútil confiar en que se rompiera antes del fin del mandato. Jesús Egiguren fue más lejos aún. Llegó a sostener que, para apuntalar el cambio al que aspiraban, no era suficiente una legislatura; iban a necesitar ocho o doce años.

Hoy parece que aquel maravilloso invento empieza a resquebrajarse. La proximidad de las elecciones está haciendo que sus muñidores prefieran fotografiarse separados que unidos; lo que pone de manifiesto que hasta ellos asumen ya que la experiencia ha sido negativa. Si fuera positiva, mantendrían la apuesta y reivindicarían lo hecho de cara a los próximos comicios. Pero no lo es. Y lo saben. Por eso riñen y se alejan.

El legado que deja la era López-Basagoiti no puede ser más adverso. En lo económico, las cifras cantan. Nos ha traído a unos niveles de déficit y de endeudamiento que eran desconocidos en el Gobierno vasco y, desde hace casi un año, el desempleo aumenta a ritmos superiores a los de la media española. En lo político, solo ha servido para arrinconar definitivamente la idea de la transversalidad y para demostrar que, en Euskadi, la oposición del nacionalismo vasco es mucho más civilizada y respetuosa que la del nacionalismo español. Ellos hicieron oposición al lehendakari Ibarretxe desde la estridencia y la crispación. Y ahora dicen que han conseguido atenuar la crispación solo porque no les hemos pagado con la misma moneda. Pero el mérito es nuestro, no suyo. Por lo demás, el nacionalismo vasco no solo no ha desaparecido, tal y como ellos pretendían, sino que se ha reforzado de modo ostensible. Finalmente, en el terreno de la pacificación, sus logros no pueden ser más magros. Digan lo que digan en sus campañas propagandísticas, todo el mundo sabe que el cese definitivo de la actividad armada de ETA se hubiese producido exactamente igual con este Gobierno vasco o con cualquier otro, porque no era algo que dependiera del Ejecutivo autonómico.

La era PSE-PP toca a su fin. Hasta sus más férreos valedores empiezan a parapetarse para ponerse a salvo de su poder contaminante. Es interesante seguir la pista de los que, cuestión de semanas, están pasando del elogio más desaforado a la crítica más severa.

Han sido tres años malbaratados para la economía y la política vascas. Lo que López no ha sido capaz de hacer hasta hoy, no lo hará ya, sin el apoyo del PP, en el tiempo que resta para poner fin a la legislatura. Confío en que, con la que está cayendo, no nos obligue a echar a perder un año más.