LA carta enviada por los dirigentes de doce estados-miembro de la Unión Europea a los presidentes del Consejo, Herman Van Rompuy, y la Comisión, José Manuel Durao Barroso, instando a adoptar medidas comunes que sirvan para fomentar el crecimiento económico y reducir el desempleo denota que el liderazgo bícéfalo de connotaciones impositoras que hasta la fecha han puesto en práctica Francia y Alemania comienza a encarar un principio de alternativa organizada en el propio seno de la UE. No se trata, además, de una oposición ideológica. Todos y cada uno de los firmantes de la carta -Rajoy (España), Cameron (Gran Bretaña), Monti (Italia), Rutte (Holanda), Reindfeldt (Suecia), Katainen (Finlandia), Ansip (Estonia), Necas (Rep. Checa), Drombrovskis (Letonia), Radicova (Eslovaquia), Kenny (Irlanda) y Tusk (Polonia)- forman en el mismo espectro conservador o liberal de Sarkozy y Merkel, pero todos ellos también soportan una economía abocada a la recesión y una sociedad en el límite del desastre social del paro si desde Bruselas no se da vía a políticas de estímulo. Bien distinto es que las recetas que el Grupo de los doce propone en la carta sean las necesarias o simplemente suficientes. Abogar por liberalizar los servicios, por unificar sectores como el energético o el digital o la liberalización comercial con Estados Unidos no supone sino incidir en errores que han acompañado a la economía al lugar en que se encuentra. Impulsar la investigación, el desarrollo y la innovación es conditio sine qua non de cualquier política de estímulo pero curiosamente nadie, tampoco los doce, proporciona el método con que hacerlo. Y visto que estabilizar el mercado financiero no está al parecer en sus manos, sugerir la flexibilización del mercado laboral en el sentido en que lo ha venido planteando la derecha europea, no va precisamente a impulsar el consumo. Quizás, eso sí, el aldabonazo del Grupo de los doce sea necesario para que Europa comience a considerar necesaria la traslación a su economía de la teoría del big push o gran impulso que Paul Krugman indicaba para los países en desarrollo, es decir, inversiones gubernamentales coordinadas en industrias estratégicas ahora que la crisis global ha eliminado bastantes diferencias. Pero poco más. Los planteamientos de los doce adolecen de lo que otro Premio Nobel de Economía, Josef Stiglitz, ya achacaba a las reformas planteadas por la UE: están diseñadas para mejorar la capacidad de oferta y no la capacidad de demanda, cuando el problema está en la retracción del consumo. Es preciso incentivar el crédito no de las entidades bancarias sino de estas a las empresas, especialmente a las pymes, la implantación de beneficios fiscales a la creación de empleo y una fiscalidad no onerosa para las clases medias. Pero eso, al parecer, no está en la agenda de los doce ni en la de la Unión Europea.
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