LA dimisión del presidente de Alemania, el democristiano Christian Wulff, tras las informaciones periodísticas que le implican en un presunto caso de corrupción por sobornos y tráfico de influencias evidencia el alcance de la calidad de un modelo democrático muy lejos aún del español. Wulffs ha dimitido porque, como él mismo argumentó, la falta de confianza de sus conciudadanos en su honor político era una evidencia creciente, más aún cuanto las informaciones que ha ido revelando la prensa desde diciembre han incluido también la presión directa sobre los medios de comunicación para intentar ocultar la publicación de determinadas investigaciones. En cualquier democracia consolidada, la asunción de responsabilidades políticas forma parte de los principios básicos, sea cual sea la adscripción ideológica de las personas. En este sentido, el Estado español es también una lastimosa excepción, donde el verbo dimitir no se conjuga más que en honrosas excepciones en el ámbito político, y ello pese a que las investigaciones sobre la calidad de la democracia le sitúan como uno de los países más corruptos en la actividad política -y en sus relaciones con los poderes económicos y financieros-, y despilfarradores de los recursos públicos, no ya de la UE, sino del conjunto internacional, con niveles escandalosos en comunidades como Valencia, Madrid o Andalucía. Lo acabamos de ver en los casos de la trama Gurtel o de los ERE andaluces, donde nadie ha asumido responsabilidad política alguna pese a las evidencias. Es cierto que la corrupción alcanza apenas al 1% de la denominada clase política, pero los casi 1.000 casos investigados por la Fiscalía no son pocos y el mero dato porcentual no puede servir de argumento para intentar minimizar una realidad antidemocrática a la que, además, los grandes partidos parecen no querer poner coto real. Wulff ha dimitido y su decisión tiene además consecuencias políticas que pueden alcanzar incluso a Merkel, su gran valedora en el entramado político de la derecha alemana. Una situación que tiene su reverso en el modelo político y judicial español, donde unos y otros parecen más empeñados en evitar a toda costa la realidad de la corrupción antes que en ponerle freno y combatirla con las leyes y medidas, tanto en el seno de los partidos como en las jurisprudencias. Con el agravante de que esta permisividad y mínima exigencia democrática tiene su correspondencia lógica en la sociedad, donde en muchos casos se toleran comportamientos execrables e incluso se premia en las urnas a personas implicadas en casos de corrupción. De hecho, los medios y las comparecencias públicas, incluso escaños de las cámaras, están ocupados por políticos involucrados en procesos por corrupción. Una triste realidad que apuntala el creciente descrédito social de la clase política.
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