LAS reiteradas denuncias de los profesionales de la sanidad pública, explicitadas en último término por los sindicatos -al exigir, por ejemplo, una solución al continuado colapso de los servicios de Urgencias, como en el hospital de Cruces- y por los colegios médicos -con su adhesión unánime al manifiesto sobre los recortes que aprobó hace poco menos de un mes la Organización Médica Colegial- hacen patente una honda inquietud sobre la incidencia de la crisis en el sector. Una preocupación que, sin embargo, no se refiere solo o principalmente a las condiciones profesionales, claramente precarizadas, sino a la afección, mucho más inquietante, en la atención a los pacientes y, por tanto, en la propia naturaleza de la sanidad pública como el sistema que protege el derecho a la salud, contemplado como fundamental de la persona y obligación primordial de los estados en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales elaborado en 1966 por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y que también se especifica en el artículo 43.2 de la Constitución, por el que "compete a los poderes públicos organizar y tutelar la salud pública a través de medidas preventivas y de las prestaciones y servicios necesarios". El paulatino y cada vez más perceptible deterioro de ese derecho, que afecta especialmente a los sectores más desfavorecidos de la sociedad, y la conversión de la atención a la salud en un simple bien de consumo mediante la privatización y externalización de los servicios no es, en cualquier caso, el único problema que se refleja en el día a día de la sanidad pública, al menos en lo que se refiere al sistema vasco de salud. La tantas veces confusa gestión de los recursos existentes, el muchas veces innecesario cambio de estructuras sin atender a méritos y por mera decisión de índole político, un errado orden de prioridades en la inversión, la aplicación de una medicina de carácter curativo en lugar de preventivo y el general desdén respecto a las opiniones de los propios profesionales de la sanidad provoca una inmediata amplificación de aquellos efectos de las políticas de contención económica que podrían considerarse hasta cierto punto lógicos solo en el caso de que sectores tan básicos como la Sanidad o la propia Educación no fueran los primeros en soportarlas. Es decir, la afección de la ya prolongada situación de crisis en el recorte de las prestaciones sanitarias -como también educativas o sociales- solo se produce por la primacía que los poderes públicos otorgan a otros intereses respecto a derechos fundamentales y servicios básicos en una sociedad que se entiende a sí misma como avanzada. Y el mismo hecho de que los responsables políticos de la sanidad pública nieguen o traten de minimizar la existencia de dichos recortes no hace sino confirmarlo.
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