LOS atentados contras las embajadas israelíes en Nueva Delhi (India) y Tiflis (Georgia) se pueden entender como una simple venganza al asesinato en Damasco, hace cuatro años, del principal jefe militar de la milicia chií libanesa Hizbolá, Imad Mughniye, pero el detalle de la fecha no debe ocultar la realidad del conjunto: los ataques son un peldaño más de la lenta pero irrefrenable escalada de violencia que, aunque con la sordina mediática que impone el cruce de intereses en EE.UU., protagonizan Irán e Israel en los últimos meses. Es, en realidad, ese cruce de intereses entre los halcones estadounidenses y la posición de Obama, contrario a cualquier nueva intervención bélica a nueve meses de las elecciones y sin cerrar del todo las guerras de Irak y Afganistán, el que ha apuntalado la resistencia del Tzahal, el Ejército israelí -no demasiado convencido de las consecuencias de un ataque contra Teherán- ante la ya indisimulada presión del primer ministro hebreo, Benjamin Netanyahu, obsesionado en acabar con lo que él considera la amenaza del programa nuclear iraní y al que estos dos atentados podrían servir como argumento. Sin embargo, un ataque unilateral de Israel, más o menos inmediato -quizás aprovechando precisamente las elecciones en EE.UU.- supondría, además del injustificable desastre de una guerra, un tremendo error de consecuencias impredecibles, sí en el juego de estrategias de la zona, también en el hoy precario equilibrio mundial. Un error que, además, podría lograr un efecto contrario al deseado y apuntalar con nacionalismo un régimen, el de los ayatolás que, aunque de modo casi imperceptible, ha comenzado a agrietarse. En primer lugar, Irán abre en marzo un periodo electoral que incluye en poco más de un año comicios legislativos y presidenciales y lo hace después de las protestas civiles que en 2009 mostraron una notable corriente interna de resistencia al régimen de los ayatolás y que han desembocado en una no tan soterrada pugna entre el líder religioso del país, Ali Jamenei, y el presidente Ahmadineyad. En segundo lugar, los aires de cambio en todo el mundo árabe, la crisis de Siria, principal aliado de Teherán en la zona, y la posibilidad de avanzar hacia un Estado palestino desde el gobierno de unidad entre Al-Fatah y Hamás también oscurecen en el medio plazo las perspectivas que hasta ahora han venido alimentando las posiciones más intransigentes del régimen iraní. Y en tercer lugar los éxitos diplomáticos de Ahmadineyad en sus alianzas con Corea del Norte y Venezuela se diluyen en los problemas derivados de la sucesión, consumada pero sin apuntalar en el primer caso y pendiente pero a no tardar en el segundo. En definitiva, todo aconseja esperar. El problema es que Israel, o Netanyahu, no teme de Irán su régimen fundamentalista sino que se convierta en el contrapeso a su indiscutida superioridad militar, tecnológica y, por supuesto, nuclear.