EL fallecimiento a los 89 años de Manuel Fraga Iribarne, presidente de honor del Partido Popular, y la mayor parte de las reacciones al óbito en el ámbito de la política profesional y de la opinión política publicada se alinean en el continuado intento de enterrar en el olvido la dramática realidad del franquismo y de almibarar la de la transición que algunos incluso pretenden, no sin una buena dosis de cinismo, criatura del político de Villalba. Las interpretaciones tras la muerte del hombre, sin embargo, no alteran la realidad de la vida del político y las responsabilidades derivadas de sus actuaciones a lo largo de las dos largas décadas en que sirvió en las estructuras del régimen franquista, al que defendió de modo vehemente incluso después de la muerte del dictador. Tampoco sus implicaciones directas en actos que deberían calificarse, sin pudor, de crímenes contra la derechos fundamentales. Así, y solo por ejemplo, su presencia en el Consejo de Ministros que en 1963 aprobó la ejecución de Julián Grimau, a quien además despreció públicamente; su pertenencia al entorno de otro gobierno, el que en 1975 decretó los últimos fusilamientos franquistas -los de Baena, Sánchez Bravo, Ramón García, Juan Paredes Manot Txiki y Ángel Otaegi- y su relación, desde su puesto como ministro de la Gobernación, con la matanza de 1976 en Gasteiz, cuando la Policía Armada mató a tiros a cinco trabajadores e hirió a un centenar, o en los sucesos de Montejurra, que se saldaron con dos muertos y varios heridos tiroteados por militantes de extrema derecha, entre ellos, el miembro de la Triple A argentina Rodolfo Almirón, quien precisamente sería jefe de seguridad de Alianza Popular, el partido fundado por Fraga, y su guardaespaldas personal a partir de entonces y en los primeros años 80. No hacer referencia a esa parte oscura y dramática de la historia política de Manuel Fraga Iribarne, que precisamente le situaría para encabezar los restos del franquismo a partir de 1977, o tratar de otorgarle parte de la paternidad de una Constitución que no aceptaba del todo (solo 9 de los 16 diputados de AP en el Congreso votaron a favor) y de cuyo Título VIII referente al Estado autonómico renegó pese a que luego llegaría a presidir la Comunidad Autónoma de Galicia durante dieciséis años, no supone únicamente falsear la historia por ocultamiento de parte esencial de la misma, sino también atentar contra la memoria y el respeto debido a las víctimas de la dictadura de la que fue parte y de la violencia de la que participó. La desaparición de Fraga Iribarne, en definitiva, solo confirma las carencias de la transición española -condicionada por su origen y su evolución, que tan perfectamente personalizaba el propio político gallego- y de una democracia que, más de tres décadas después, aún es incapaz de enfrentarse a la verdad de su génesis.