LA confirmación judicial y forense de que el enterramiento del cementerio donostiarra de Polloe en el que debía hallarse el bebé que la familia guipuzcoana Losa Ocáriz considera que les fue robado al nacer no guardaba cuerpo alguno es cuando menos una nueva prueba irrefutable de las ya numerosas irregularidades en presuntas adopciones ilegales de neonatos supuestamente fallecidos en todo el Estado y también en Euskadi, donde se han investigado al menos veinticuatro casos. Con el agravante de que estos hechos no se pueden considerar aislados por cuanto en todos ellos coinciden rasgos comunes en las características de los partos, los centros hospitalarios en que se llevaron a cabo y hasta los nombres de los facultativos y ayudantes que participaron en los mismos. Y no se trata, en cualquier caso y como se pretende, de una práctica ligada únicamente al franquismo. El propio caso de Rebeca, el bebé de los Losa Ocáriz, data de 1977 y aunque es cierto que fue en la posguerra y con la protección de las fuerzas vivas del régimen, incluida la Iglesia, cuando se inició el robo de niños -según el informe elaborado por el juez Baltasar Garzón en su día, alcanzó la cifra de treinta mil bebés sustraídos únicamente en las cárceles de la dictadura- tan execrable práctica no desapareció tras la muerte del dictador. Las denuncias que ha investigado la Fiscalía (en julio pasado se habían contabilizado 849 y ya han superado el millar) o las que ha recibido la Asociación Nacional de Afectados por Adopciones Irregulares (Anadir) se extienden también hasta la década de los 90 y en algún caso puntual incluso a principios de este siglo XXI a pesar de que con la Ley de Adopción de 1987 se produce un cambio radical en la protección de los intereses del niño y en el papel al respecto de las entidades públicas. El caso de los Losa Ocáriz, sin embargo, sería una excepción a la regla, por cuanto la familia ha logrado ver atendida su solicitud de justicia, o al menos de investigación, mientras que la mayoría de las denuncias han sufrido la ausencia tanto de una como de otra -se conocen apenas una decena de exhumaciones - en lo que sólo se puede entender como un intento de ocultar en el paso del tiempo un drama que ha afectado, y aún afecta, a miles de familias. Porque un año después de que se presentará una denuncia colectiva que la justicia desechó englobar en una única causa, no se han facilitado cauces administrativos para acelerar las denuncias y apenas han sido llamados a declarar contados implicados, siempre en calidad de testigos, pese al riesgo de que la edad de los mismos impida su imputación y, lo que sería más grave, la confirmación del verdadero origen familiar de muchas de las víctimas. Y la lentitud de la Justicia y la falta de medios puestos a su disposición por el Estado son en este drama cómplices de una conculcación de derechos fundamentales que atenta, además, contra todo sentimiento de humanidad.
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