HACE unos días, la ministra de Sanidad anunció que el Gobierno español había aprobado el anteproyecto de Ley Reguladora de los Derechos de la Persona ante el Proceso Final de la Vida. Atrás quedaba la antigua promesa electoral socialista de promover una Comisión en el Congreso que debatiera sobre la eutanasia. Los conflictos que otras leyes como la del matrimonio entre homosexuales y la de interrupción del embarazo generaron con sectores sociales conservadores les forzaron a incumplir su compromiso y ahora, antes de que finalice la legislatura, se apresuran a legislar no sobre la eutanasia sino, como resaltó Pajín, sobre los derechos de las personas en situación terminal, tratando de evitar el "sufrimiento innecesario y el ensañamiento terapéutico", además de garantizar la seguridad jurídica de las personas que aplican los cuidados paliativos.

Se les había despojado de esa seguridad jurídica tras la infame denuncia de un consejero de Sanidad del Partido Popular al doctor Luis Montes, del hospital Severo Otxoa. La acusación más benévola que recibió el exjefe de urgencias del hospital madrileño fue la de practicar sedaciones irregulares y el bulo creció llegando a calificar las sedaciones, en un informe elaborado a solicitud de su Colegio de Médicos, de "contraindicadas", con dosis "injustificadamente altas" y en combinaciones "potencialmente peligrosas". La justicia y el tiempo dieron la razón al médico, pero el irreparable daño para las personas que precisaban tratamiento en su agonía ya se había hecho y muchas fueron privadas de él por el temor, que se extendió en el mundo sanitario, a sufrir las mismas consecuencias que el equipo de Leganés que llegó a ser acusado de practicar homicidios eutanásicos.

Pero, ¿se trataba de eutanasia o eran sedaciones paliativas? Debajo del gravísimo conflicto político, religioso o personal, subyacían además cuestiones terminológicas que, por estar insuficientemente aclaradas, generaban gran confusión en los medios de comunicación y en la opinión pública e impedían el inicio de un debate sereno sobre los límites del derecho que asiste a las personas en el final de su vida a morir con dignidad. Por ello es imprescindible delimitar el sentido que tienen estos polisémicos términos relacionados con la muerte, porque sin acordar dónde termina la sedación paliativa y dónde comienza la eutanasia no es posible entender el alcance la nueva norma.

La etimología de la palabra eutanasia solo sugiere buena muerte. No se acompañaría de ninguna connotación negativa si no hubiera sido porque el régimen nazi la utilizó para denominar los excesos criminales de profesionales médicos que, plegados a la delirante idea de pureza de la raza, asesinaron a millones de personas basándose en criterios disparatados. Su utilización en ese contexto ha influido en que el término se relacione popularmente más con el asesinato que con el concepto de buena muerte.

La eutanasia es la conducta activa o pasiva de profesionales médicos que provoca intencionadamente la muerte de una persona que lo ha solicitado por padecer una enfermedad irreversible y no desea soportar el sufrimiento que esta le produce. La solicitud ha de ser reiterada y mantenida y el sufrimiento tan intenso que no ha podido ser aliviado con los tratamientos disponibles. Si, con las mismas condiciones anteriores, la persona solicita que le faciliten los medios y la instrucción necesaria para acabar ella misma con su vida, se trataría de un suicidio médicamente asistido. En estos dos casos la muerte es consecuencia directa de una actuación médica.

Además, existen otros supuestos en los que la muerte sobreviene en el curso natural de la enfermedad. El primero es la sedación paliativa que es la administración consentida, a personas en situación terminal, de medicamentos que hacen que disminuya su conciencia de tal forma que desaparezcan los síntomas que causan el sufrimiento que no se aliviaban con otras medidas. Esto es lo que parece hacían en el hospital Severo Otxoa y es el único ámbito en el que se ha atrevido a regular el Gobierno y el único punto de acuerdo entre los sectores que rechazan la eutanasia y el suicidio asistido y los que los apoyan. El segundo se denomina limitación del esfuerzo terapéutico. Se refiere a la no aplicación o a la retirada por parte del personal médico de medidas terapéuticas que solo aportan una prolongación de la vida sin esperanza alguna de recuperación de las funciones que permitan realizar una vida digna. Aquí de lo que se trata es de evitar la obstinación terapéutica, lo que la ministra, por ignorancia o por estar muy mal aconsejada, denominó desafortunadamente ensañamiento terapéutico y que en ocasiones se ha llamado encarnizamiento. Puede que en mis años de ejercicio haya presenciado algún caso de obstinación terapéutica, pero jamás he presenciado a un médico o a una médica ensañarse o encarnizarse con sus pacientes.

En todo ese tiempo lo que verdaderamente ha cambiado en la medicina, además de los avances científico-técnicos, ha sido la forma en la que se ejerce. El paradigma de la atención médica centrada en quien presta la atención está cambiando y el centro del diseño, la organización y las decisiones es quien la recibe. Se cambia la habitual relación paternalista-dependiente por otra en la que cualquier paciente tiene el derecho a corresponsabilizarse del cuidado de su salud y a negarse a aceptar una prueba o un tratamiento aunque su negativa ponga en riesgo su salud o su vida.

Cuando la Ley entre en vigor, las personas en situación médica terminal tendrán derecho a recibir -de forma comprensible- toda la información existente sobre su estado de salud, su pronóstico y sobre los recursos terapéuticos o paliativos que se ponen a su disposición. Se pone fin con ello a la expresión tantas veces escuchada de las familias: "por favor, no le cuente la verdad". Incluso, con este cambio normativo, si la persona que padece la enfermedad lo desea, será la familia la que no conozca los detalles de la enfermedad. Una vez recibida la información, podrán consentir o rechazar el tratamiento que se les propone aunque siempre tendrán derecho a que su sufrimiento sea mitigado de forma efectiva, bien con analgésicos solos o utilizados en combinación con la sedación. En cualquier caso, el esfuerzo terapéutico estará adecuado a la situación clínica, evitando medidas carentes de utilidad y teniendo en cuenta las voluntades anticipadas si se hubieran expresado. Garantiza también el derecho a solicitar que el tratamiento se realice en el domicilio, pero en el caso de que se haga en un centro sanitario, la norma establece que -si resulta compatible con la atención que se le presta- pueda estar acompañado de familiares, en una habitación individual y con el auxilio espiritual que precise en función de sus creencias.

Los innumerables y costosos cambios estructurales, organizativos y de modelo de práctica médica que se precisan para que los derechos que garantizará la Ley puedan ser ejercidos, hacen muy difícil que los efectos puedan apreciarse a corto plazo y alguno de ellos, como la habitación individual para morir -que tiene un plazo de implantación de 5 años- o la atención domiciliaria, tardarán años en aplicarse de forma universal. Pero las bases para una atención médica que respete la autonomía y la dignidad de las personas en los momentos próximos a la muerte se han establecido. Los sectores conservadores ven la regulación como un riesgo al abrir la puerta a la eutanasia, para los proclives a ella se queda corta, pero todos parecen estar de acuerdo en que es un primer y necesario paso para garantizar una buena atención sanitaria en los momentos próximos a la muerte.