Jamás, en 30 años de trabajo, había tenido ningún accidente laboral, pero el viernes lo tuve. Poco antes de las dos de la tarde me accidenté trabajando, dándome un golpe fuerte el la parte derecha de mi rostro. Concretamente, fueron un par de cortes en la ceja, golpe y raspón en ojo y mejilla. El encargado de la obra me realizó la primera cura y me recomendó ir, en un momento, a San Eloy, que lo teníamos a cinco minutos andando.
Me presenté en San Eloy, di mis datos en el mostrador y a los diez minutos me llamó una enfermera que me preguntó acerca de lo que me había pasado. Le conté el percance laboral que había sufrido y tras hacerme una previa revisión ocular y una limpieza en la herida, me puso una gasa doblada con esparadrapo para parar la sangre y me indicó que, por si acaso, me iban a realizar una radiografía y dar algún punto en la ceja. Me pidió que esperase un poco... en la sala de espera.
Me senté y esperé a que me llamaran para realizarme la placa. Aguantando ese calor de hospital que me resulta insoportable, empecé a analizar si realmente aquel golpe mío era una urgencia o no. Si fuese urgente la placa, ¿tendría que estar tanto tiempo esperando? ¿No sería que no era tan urgente? Seguían pasando los minutos y llegué a la conclusión, después de todo el tiempo esperando, de que lo mío no era una urgencia... (o sí).
Me levanté, me acerqué al mostrador y les di la pulsera que me habían puesto al entrar con mi identificación. Les dije: "Yo me marcho". "¿Se va?", fue toda la contestación que obtuve.
A la mañana siguiente, me presenté en mi ambulatorio y la doctora me preguntó por lo sucedido. Le extrañó que no hubiera acudido al hospital. Yo le conté que sí, que había ido, pero que decidí marcharme y expliqué el porqué. Miró en el ordenador y, efectivamente, descubrió que me habían llamado a las 15.45 horas. Ya está bien, esperar casi dos horas para una radiografía...