EL sorpresivo pacto logrado por Gobierno español, PP y CiU para rescatar, desbloquear y sacar adelante la Ley de Descargas o Ley Sinde que, contenida en la Disposición Final Segunda de la Ley de Economía Sostenible (LES), pretende regular la convivencia en internet del derecho a la propiedad intelectual y el derecho a la libertad de información; posee una carencia imposible de paliar por encontrarse en el origen del mismo: responde exclusivamente a la necesidad y urgencia políticas y no a la consecución de un mínimo consenso entre los creadores e internautas a quienes en primer lugar va dirigida. No extraña, por tanto, que unos y otros hayan mostrado ya sus respectivas reticencias respecto a un acuerdo que, además y por si hubiese dudas, ha supuesto el anuncio de dimisión del director de la Academia del Cine, Álex de la Iglesia, el único que buscó un punto de encuentro entre los dos sectores afectados por la norma. Porque aun si se parte de la necesidad de regularizar los contenidos y tráficos en la Red y se dan por ciertos los datos que sitúan el número de descargas ilegales en el Estado en el doble de la media europea y el descenso de ventas de música en el mercado tradicional en el triple de la caída media mundial, las mínimas alteraciones que el acuerdo supone respecto a lo que se rechazó de forma unánime hace un mes en el Congreso no permiten eliminar las dudas sobre la virtualidad de la ley para, como afirma la propia ministra Ángeles González Sinde, "permitir el desarrollo de la industria cultural en internet y el acceso ciudadano a la cultura digital". Mas bien al contrario, tanto la forma como el fondo del acuerdo -incluyendo la alusión al compromiso a la adecuación del canon digital a la normativa europea que por otra parte iba a ser inapelable en cualquier caso- se antojan una continuación del ya anterior insólito recorrido de la ley y ni mucho menos evitan los recelos, ya planteados en su día ante la suspensión de la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual, respecto a una parcialidad en sus objetivos con el fin de proteger determinados privilegios de ciertas industrias culturales. Pero, de forma incomprensible, lejos de buscar eliminar todas esas reticencias mediante la negociación y elaboración de una nueva ley que contara con una mayor participación y, por tanto, con más posibilidades de aglutinar consensos, el Ministerio de Cultura y su titular se han empeñado en mantenerla esencia del texto rechazado no ya por el Parlamento sino por los propios sectores de la ciudadanía a los que en teoría iba dirigido. Y, además, han limitado la regulación de internet a una mera ordenación mercantil de los contenidos culturales de la red cuando ésta demanda a todas luces una normativa global que delimite derechos y responsabilidades mucho más amplios que los que afectan o se ven afectados por el concepto de propiedad intelectual.