ES difícil que en estas fechas un acontecimiento robe el protagonismo a las citas habituales de las fiestas navideñas en las conversaciones que dan la medida de por dónde camina el interés de la ciudadanía: la charla de barra de bar. Pero, como ocurrió con la llegada del euro, ayer tuvo un protagonista: el tabaco. O su ausencia. Tras la jornada de gracia concedida con motivo de la Nochevieja a la Ley Antitabaco, los locales de hostelería del Estado español -pero también zonas circundantes a hospitales, parques infantiles o instalaciones deportivas cerradas, por ejemplo- se estrenaron ayer como zonas libres de humo. Y, a tenor de lo ocurrido en las primeras horas, la impresión que queda es las muchas incertidumbres que genera la nueva normativa. No por su contenido, sino por su aplicación. La duda fundamental en este momento radica en saber hasta qué punto va a ser rigurosa su aplicación, al menos en estos primeros momentos, entre otras cosas porque la aprobación del reglamento vasco -que desarrollará la ley estatal y además de manera más estricta- se pospondrá previsiblemente hasta el próximo mes de febrero. El Gobierno vasco ha insistido en que esta demora en ningún caso supondrá que hasta entonces vaya a hacer la vista gorda y no vaya a imponer sanciones, aunque al mismo tiempo ha defendido este recurso como el último. Pero a nadie se le escapa que, en la actual situación, la figura del responsable del local vetado a humos ha adquirido un deber añadido de vigilancia al fumador infractor que hace comprensible el recelo del sector hostelero respecto a la entrada en vigor de la nueva ley. Especialmente porque esa solidaridad y educación a la que ha apelado el Gobierno vasco no impedirá que algunos irreductibles, o despistados, enciendan sus cigarros en lugares prohibidos, poniendo al hostelero de turno en la posición de gendarme del aire puro. Como todos los cambios, éste requerirá tiempo. Pero la Administración no puede abandonar a su suerte a esta ley, como ya hizo con la de 2005 -de ahí su sonoro fracaso-, y pretender que sus previsiones y su filosofía se implanten por ciencia infusa. Otra cosa es que esas mismas autoridades públicas tienen mucho que explicar sobre cómo es posible una defensa cerrada de la salud pública para impedir que se fume en lugares públicos y, al mismo tiempo, esa salud pública pasa a un segundo plano permitiendo la venta legal de tabaco, cobrando cuantiosos impuestos y, de paso, ampliando los lugares en los que esta se autoriza. La hipocresía del aparato estatal es flagrante: esgrime como argumento los miles de millones de euros de gasto sanitario asociado al tratamiento de las enfermedades que enraízan en el tabaquismo, pero no destina a la vigilancia del cumplimiento de la ley uno solo de los miles de millones que recauda vía impuestos. Que vigile el contribuyente.