QUÉ nivel de incompetencia tiene que alcanzar un político para que dimita o sea cesado? La medida varía según la calidad democrática de cada país; pero entiendo que aquí el ejercicio de la renuncia es inversamente proporcional a la debilidad del liderazgo institucional y directamente proporcional al conocimiento público de las fechorías del mandatario, de forma que un gobierno frágil, que percibe las críticas como amenazas, tiende a mantener en sus puestos a los incapaces, mientras que la difusión informativa de las actuaciones deshonrosas determina la presión popular que empuja al abandono o expulsión de los ineptos. La clave, pues, está en la conciencia social contra la mala administración y en que los medios de comunicación no oculten o encubran, en connivencia con el poder, la verdad y gravedad de la labor gubernamental.

Más de año y medio de torpe andadura del Gobierno surgido del pacto PSE-PP ofrece motivos de sobra para justificar la exigencia de algunas dimisiones. No se trata ahora de pedir cuentas a un lehendakari con quien no se identifican tres de cada cuatro vascos, ni es el momento de evaluar los fallos garrafales en políticas básicas, como las referidas a la economía y el empleo, cuyo fracaso se estima en una rápida pérdida de posiciones de Euskadi y en un endeudamiento atroz. Con suficientes y graves razones, el presidente del BBB del PNV, Andoni Ortuzar, ha exigido al lehendakari la destitución de los máximos responsables de Cultura de su Gobierno. Por mi parte, me limito a exponer la elemental galería de los incompetentes y argumentar por qué ha llegado la hora de que los más destacados ineptos sean relevados antes de que sus destrozos provoquen una mayor indignidad al sistema.

¿Era una decisión preconcebida que el Departamento de Cultura se convirtiera, quizás por su fuerte valor simbólico, en el ariete antinacionalista del Gobierno López? Puede que este aberrante cometido de constituirse en la oposición de la oposición (fruto de su complejo de ilegitimidad democrática) sea lo que ha llevado a su consejera, Blanca Urgell, a una imparable carrera de despropósitos y al pleno deterioro de sus funciones. ¿Alguna vez ha sido consciente de lo que implica tener responsabilidades de gobierno? ¿Conoce los límites de su autoridad? Cuesta creer que la gestión de la cultura, por su noble significado, puede ser tan sectaria y tan reacia al diálogo y al acuerdo.

Cabe conceder un plazo de confianza a quien llega sin experiencia a una tarea directiva; pero no puede justificarse el perfil autoritario de una consejera que, a la postre, fue el causante del abandono de su viceconsejero Ramón Etxezarreta y también de la interminable relación de sus errores: abandono de los euskaltegis públicos, privados y municipales a los que ha mermado las subvenciones poniendo en riesgo el trabajo de muchos profesores; incumplimiento del compromiso para la creación del cuerpo de traductores e intérpretes jurados; reducción del mérito del conocimiento del euskera para el acceso al empleo público; eliminación de la rotulación bilingüe de los comercios; paralización del Consejo Asesor del Euskera, olvido del Plan de Promoción del Uso del euskera? Es demasiado estropicio en año y medio y una amenaza pública para el resto de la legislatura.

La obstinación de Urgell en su rol de capataza de derribos ha alcanzado su cénit en la gestión del Guggenheim, tanto por su aversión hacia la marca que constituye la mejor apuesta de futuro de Bilbao, como por su cerrazón ante el proyecto de un nuevo museo con la matriz americana en Urdaibai que podría multiplicar sus buenos resultados en lo cultural y económico en esta zona de Bizkaia, una joya desaprovechada. ¿Por qué ese cerril empeño en negar una oportunidad a esta idea sugestiva? Seguramente, porque su misión es neutralizar el nacionalismo cultural como seña de identidad de la firmeza de un cambio orientado hacia España. Y para dejarlo más claro si cabe, ha dicho: "Ningún nuevo informe que consiga el PNV cambiará nuestro no al Guggenheim" (El Correo Español, 24-10-2010). Ante tal derroche de irracional intolerancia, su dimisión es una urgencia institucional y una necesidad de pura decencia democrática.

El caso de Antonio Rivera, viceconsejero de cultura, es brutal. ¿Se imaginan al alcalde de París despreciando ante el mundo el valor histórico, artístico y simbólico de la Torre Eiffel? Con una escéptica y pedante actitud, propia de un viejo progre desencantado, hizo Rivera en Brasil un discurso dual, cuestionando en el fondo el éxito total del Guggenheim Bilbao y alabando sólo en la forma aquel proyecto institucional de los años 90. Con los mismos argumentos de Rivera se podría cuestionar a Felipe II por mandar construir El Escorial y refutar todas las vanguardias. El regusto que han dejado aquí sus palabras en aquel foro internacional (¿bajo la influencia de su asesor áulico, Joseba Arregi?) es de amargura y angustia por la arrogancia iletrada de quien se erige en intérprete global de todo un país y lo ultraja tan groseramente.

Por el delirio cutre de la "mcdonalización de la museística", por su ignorancia supina en gestión estratégica, por su atolondrada impugnación del pasado y su nulo concepto de futuro, por su frivolidad al asegurar que para los bilbaínos el Guggenheim "es poco más que un objeto o un dibujo en el cielo" y por ser embajador del rencor provinciano, la revocación del viceconsejero no puede esperar un día más.

En el momento en que escribo este doliente artículo, ETB-2 ha visto reducida su cuota de pantalla al 7,8% y ya es el sexto canal autonómico; ETB-1 se ha derrumbado al 1,7 de share, ETB-3 presenta encefalograma plano y Radio Euskadi continúa con su sangría de oyentes, con lo que el balance no puede ser más desolador: desde que Surio y su equipo se hicieron cargo del ente público, nuestra televisión ha perdido más de la mitad de sus seguidores y no parece que haya tocado fondo en su brutal desmoronamiento. No hay un precedente similar en la historia de la comunicación y no hemos escuchado la verdadera razón que lo explique. Al principio, culparon a la "herencia recibida"; luego, a la TDT; y más tarde, en su apoteosis paranoica, al boicot judeomasónico del PNV, todo menos reconocer que la causa esencial de este desvarío es el proceso de desnaturalización al que se ha sometido a EITB por mandato explícito del pacto PSE-PP y como icono del cambio. A medida que la programación ha ido perdiendo cercanía y credibilidad, los espectadores se han ido alejando y cada día son menos los que reconocen como propia una televisión que, aunque muy mejorable, era un referente de información y ocio. Y en esto llega el nuevo jefe de información política, Juan Carlos Viloria, para comisariar las noticias y pervertir aún más los teleberris. ¿Quién es el beneficiario de esta trama de liquidación? Además de las cadenas rivales, es indudable que en Vocento agradecen tan conveniente voladura.

No es un asunto menor, porque la comunicación pública es un factor estratégico en una democracia y un desequilibrio favorable al poder mediático privado puede ser el presagio de un fascismo silencioso. Creo que aún es posible salvar a EITB de la debacle completa. El primer paso es que Alberto Surio y su equipo sean destituidos y la tácita desarticulación de la radiotelevisión vasca se detenga. Claro que para que estos requerimientos ingenuos se produzcan debería acontecer, primero, que los valedores del gran fiasco, López y Basagoiti, rompan su acuerdo frentista y, segundo, que otorguen, sin trampas, la palabra al pueblo.