lA economista Dilma Rousseff se convirtió el domingo, con un apoyo popular del 56% de los votos, en la primera mujer que presidirá Brasil, el país más grande de Suramérica y una de las economías emergentes más importantes del panorama internacional. Rousseff accederá al cargo como fiel seguidora de las políticas de su antecesor, Luiz Inázio Lula Da Silva, quien la eligió personal y directamente como su sucesora pese a las reticencias de algunos dirigentes de su formación, el Partido de los Trabajadores (PT). La nueva presidenta electa -tomará posesión el próximo 1 de enero- no ha ocultado, sino más bien ha alardeado de ello, que mantendrá una política continuista con respecto a la heredada por Lula, convertido de hecho en un carismático presidente que deja su cargo obligado por la Constitución -que permite un máximo de dos mandatos continuados- pero con un envidiable y desconocido índice de popularidad que alcanza el 83%. "La tarea de sucederle es difícil y representa un desafío, pero sabré honrar esta herencia y ampliar su trabajo", fue el primer mensaje lanzado por Rousseff tras conocerse el escrutinio de las urnas. Unas palabras que tienen diversas lecturas. La primera, la asunción plena de su papel como sucesora, es decir, del mantenimiento del lulismo, del continuismo en las políticas generales impulsadas por Lula y que han llevado a Brasil a una situación envidiable no sólo en su entorno. Es evidente que la popularidad del ya ex presidente no se debe únicamente a su innato carisma, sino a la puesta en marcha desde su acceso al poder de reformas económicas que están llevando a Brasil a un inesperado esplendor y de conquistas de derechos y de acceso a niveles de vida desconocidos hasta ahora por parte de importantes capas populares. Tanto, que Lula representa un anhelo y un ejemplo no sólo en su propio país, sino en diversos lugares de la zona, incluso en los gobernados desde esa nueva izquierda que ha prendido con desigual suerte en el continente. La tarea de la nueva presidenta, por tanto, consistirá en -como ella misma reconoce- abordar el "desafío" de consolidar lo ya logrado, afrontar los difíciles pero estimulantes retos a que se enfrenta Brasil -entre ellos eventos de relevancia global como el Mundial de fútbol y los Juegos Olímpicos, que darán la medida de su desarrollo-, gestionar de modo eficaz su carácter de potencia económica fortaleciendo su crecimiento y limando las aún inmensas desigualdades sociales con el objetivo de erradicar las amplias bolsas de pobreza, y encarar nuevos desafíos como encauzar reformas para garantizar los derechos fundamentales y la igualdad entre hombres y mujeres. Un duro y apasionante reto para Rousseff, en el que aún está por ver el papel que juegue el propio Lula Da Silva, que puede convertirse tanto en un acicate como en un estorbo.
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