Síguenos en redes sociales:

El laberinto británico

El sistema parlamentario más antiguo del mundo se enfrenta, treinta y seis años después de Harold Wilson, a las contradicciones del bipartidismo y el horizonte de una reforma que, como hace 7 siglos, puede ser exportable a otros países

AL cierre de las urnas en las 650 circunscripciones unipersonales que dan derecho a un escaño en Westminster, las elecciones británicas han servido ya para desvelar los problemas inherentes al sistema bipartidista y las limitaciones que el mismo causa a la representatividad y traslada a la elección del primer ministro. Así, a expensas de que el recuento final confirme o desmienta hoy la ventaja del líder tory, David Cameron, en la proporción que reflejaban ayer tanto sondeos como encuestas y apuestas, que en el caso británico son casi igual de fiables; una derrota exigua del actual premier, Gordon Brown, le habilitaría sin embargo para tratar de seguir en el Ejecutivo mediante un acuerdo con los Lib-Dems de Nick Clegg, tal y como ya anunció hace semanas el secretario de gabinete, Gus O"Donnell, recordando que si no hay un triunfo claro en las urnas el Gobierno se mantiene hasta que el primer ministro decida si ofrece o no su dimisión. En ese caso y a sabiendas de que además se juega su carrera política -ya se coloca al ministro de Exteriores, David Milliband, como candidato a sucederle al frente del Labour Party- Brown siempre tendrá la tentación de repetir el intento del conservador Edward Heath en 1974, quien logró una victoria mínima en votos sobre Harold Wilson pero cuatro escaños menos y no dimitió a la espera de lograr un acuerdo, luego no alcanzado, con los partidos minoritarios, entre ellos el liberal de Jeremy Thorpe. Y Clegg podría situar entonces a Brown ante la misma condición que los torys no aceptaron hace treinta y seis años a Thorpe y no aceptarían ahora: una reforma electoral que, precisamente, acabaría con el bipartidismo británico. Pero ¿qué hará Brown? Las reticencias a ese cambio son mucho menores en el laborismo que entre los conservadores y, en esta ocasión, la reforma se vería legitimada por el salto cualitativo de los liberal-demócratas y por la demostración de que el sistema no garantiza la gobernabilidad. Asimismo, no se puede olvidar el papel de segunda bisagra que juegan escoceses y galeses y los representantes de Irlanda del Norte (117 escaños en juego en sus circunscripciones), quienes podrían apoyar la reforma no sólo porque el actual reparto les penaliza sino porque además significaría abrir una vía a cambios profundos del sistema político británico. Además, combinada esa situación y la económica, con una deuda soberana sin precedentes y un déficit fiscal que amenaza con repetir la situación de 1976, tras la dimisión de Wilson, cuando Gran Bretaña se vio obligada a solicitar la ayuda del FMI; parece obligado conformar un gobierno estable y no uno en minoría, lo que incide en la posibilidad de que el sistema parlamentario más antiguo del mundo inicie ahora otro cambio como el que hace más de siete siglos supuso el embrión de las estructuras políticas de la actualidad.