QUÉ hacen los partidos políticos cuando conocen (CIS de marzo 2010) que son el tercer problema de la sociedad, tras el paro y las dificultades económicas? ¿Y qué medidas correctoras adoptan para superar el suspenso (2,87) que les otorgan los ciudadanos? Todos los colectivos humanos, sin excepción, tienen debilidades en la percepción pública de sus quehaceres, frente a lo que responden corporativamente, a través de campañas de sensibilización y relaciones públicas: parten del falso diagnóstico de que ellos no hacen mal las cosas, sino que la gente se equivoca, por déficit de información. También los medios de comunicación presentan espacios de rechazo y crítica social, sobre todo, la televisión, e igualmente la publicidad soporta un odio popular del 27%, más aún en los casos de la publicidad intrusiva, como el marketing postal y los mensajes digitales; pero no es lo mismo que a los vecinos les irrite la flauta del afilador a la hora de la siesta y que una gran mayoría manifieste con algún fundamento una aversión genérica a los partidos y, por extensión, a la política.
Nadie ha hecho saltar las alarmas, pero hay motivo para ello, porque escondido entre la repugnancia a los partidos existe una cierta repulsión, no sé en qué medida, a la democracia. Y como no hay vida democrática (que nunca será perfecta) sin instituciones políticas más allá de su formato y configuración concreta, los ciudadanos del Estado tienen un serio problema no ya con la política, sino consigo mismos y sus valores éticos y sociales. Una gran porción de españoles ama tan enfermizamente la tranquilidad que confunde la libertad (y su comprometido ejercicio) con el caos. Es una certeza que nuestros partidos son un fiasco; pero ¿cree España en la democracia?
El odio a la política es un sentimiento franquista, como la nostalgia, y su sustrato es la ignorancia y el primitivo miedo a la autoridad. Varias generaciones de españoles crecieron bajo el adoctrinamiento del apoliticismo como instrumento para la tutela de un pueblo apático y desacostumbrado a los riesgos y exigencias de la responsabilidad y la libertad. Y este mal ha polucionado a nuestros jóvenes. Estas cosas se aprecian en las comunidades de propietarios y las asociaciones de padres de alumnos, sostenidas por muy meritorias minorías. Y en el débil impulso asociacionista. Todos los que no votan (por necedad o por soberbia, al estilo de Pedro Ruiz y los intelectuales pesimistas) y quienes creen en la maldad intrínseca de la política, son hijos de aquella indolencia franquista. Los partidos cargan todavía hoy con la tara de estos demonios de la dictadura. Y por si fuera poco, renacieron famélicos en una democracia supervisada por el poder militar, enemigo natural de la política.
Junto a las insuficiencias democráticas de la sociedad, el problema central del rechazo popular a los partidos no está en las insolvencias éticas (la corrupción y otros desmanes) que se prodigan, sino en que continúan sin superar la infancia del periplo democrático (la consecución del poder como objetivo transformador) y su impermeabilidad a la pluralidad interna, así como sus obsesiones endogámicas en la provisión de cargos internos y puestos de representación pública, lo que empobrece sus resultados y desaprovecha la aportación de muchos ciudadanos valiosos. Y así los partidos, a la vez que se autolimitan, se alejan de la gente, impenetrables, excluyentes, suspicaces, ombliguistas, monolíticos, autocráticos…
Me sorprende, y no es una anécdota, que las asambleas de los partidos se celebren todavía bajo el diseño clásico de la mesa presidencial enfrentada a las sillas ocupadas por militantes. Es una disposición autoritaria. ¿No sería más implicativa una configuración sin estrados y en círculo, bajo el criterio de la participación abierta y desprendida de los rigores formales de las viejas estructuras? El peor favor que los partidos se hacen a sí mismos es el autocultivo de sus cargos, lo que produce políticos de piscifactoría: líderes criados en cautividad ideológica, lo que les priva del imprescindible contacto con las realidades complejas de la sociedad y les impide adquirir la potencia de referentes distintos de las propias tradiciones. Cuando se les echa al mar de la convivencia sólo ven peligros y amenazas, incapaces de la sublime osadía del acuerdo.
Debo advertir que el copyright de este concepto, políticos de piscifactoría, pertenece a mi buen amigo Salva Arriola, autor de otros hallazgos expresivos insólitos, como la tautología "mundo mundial", que hoy todos repiten y que, puedo acreditarlo, es de su particular invención. Pero ¿cómo se distingue a un político de piscifactoría de otro líder criado sin restricciones? Básicamente, en que el líder light tiene dislocadas sus prioridades, de manera que la principal de sus obsesiones es la presencia del partido en los medios informativos: les importa más la estrategia de comunicación que la política de fondo. El protagonismo mediático es una ansiedad insoportable para estos dirigentes, provocada por un erróneo criterio sobre los propósitos y tareas de la comunicación política e inducida por los jefes de prensa que miden su eficacia por la cantidad de apariciones en prensa, más allá de la categoría y enjundia de las mismas. No han entendido nada o han aprendido únicamente la teatralidad de lo público. Como mucho, el político de piscifactoría es un mal actor y la población espectadora lo percibe.
Los políticos de piscifactoría son un mal de todos los partidos. Un prototipo de esta especie de líder flácido es el presidente del PP vasco, Antonio Basagoiti, criado en la piscina de la organización y enseñado en el laboratorio a ser aparente, radical a conveniencia y moderado por compensación; a hablar de una cierta manera alambicada, sostenido con una pizca de cultura, poco viajado y mal modernizado, lo justo para sobrevivir sin complejos a la herencia franquista de sus mayores. Es difícil encontrar a un político más frívolo y artificial. Hay otros como él, o peores, y a todos les sobra vanidad, táctica y oportunismo en la misma medida que les falta alma, ideas y convicción. Son capaces de pasar del sí al no de un día para otro, si tercia la mudanza.
Lo curioso es que el político de piscifactoría parece una reinvención de la vieja hipocresía romántica. Recuerda al joven protagonista de Rojo y Negro, la magistral novela de Stendhal: Julien Sorel, plebeyo y seductor, hablaba y actuaba como los nobles y su entorno esperaban que hablara y actuara con tal de ascender socialmente. Un fingidor absoluto y un activo manipulador en una comunidad rígida y reglada. No parece que haya distancia de inmoralidad entre la Francia de 1830 y nuestro siglo, sólo que ahora se requiere menos ingenio que entonces para encumbrarse. ¿Y por qué estos líderes trepadores no adoptan a Julien Sorel como su sherpa?
Los partidos dicen que la sociedad les rechaza, pero que aún así acude a votar mayoritariamente cuando toca. El problema es que si, por exceso de desconfianza, los diques de contención se desbordan, aparecerán los profetas del populismo a llenar el vacío con su miedo redentor. Ya están aquí Rosa Díez, Pedrojota y otra vez la Falange. Vuelvo a la inquietante pregunta: ¿De verdad cree España en la democracia? Y una más: ¿Creen los partidos en la gente?
* Consultor de Comunicación