A actual Rohingya era parte del reino de Arakan, un antiguo estado costero del sudeste de Bengala. Comerciantes árabes introdujeron el credo musulmán en la zona en el siglo IX. Según escribió Francis Buchanan-Hamilton a finales del siglo XVIII, “los musulmanes que se establecieron hace mucho tiempo en Arakan... se llaman a sí mismos Rooinga, o nativos de Arakan”.

No obstante, tras la conquista de Arakan en 1785, el territorio pasó a formar parte del Tercer Imperio Birmano. Miles de musulmanes fueron ejecutados y una parte considerable de la población fue deportada. Unas 35.000 personas huyeron a la Bengala británica en 1799. El período colonial británico trajo cierta estabilidad a partir de 1824. Un siglo después, durante la invasión japonesa del sudeste asiático en el curso de la Segunda Guerra Mundial, Arakan se convirtió en la línea de frente del conflicto y los enfrentamientos entre las tropas británicas apoyadas por los musulmanes y los rakhines pro-japoneses, fundamentalmente budistas, generó las masacres de 1942. Durante este período, unos 22.000 musulmanes escaparon a Bengala, que aún era dominio británico.

Birmania proclamó la independencia el 4 de enero de 1948, pero desde que el Consejo Revolucionario presidido por el general Ne Winse se hizo con el control del país en 1962, la población musulmana de Rohingya han sido sistemáticamente privada de sus derechos. En los últimos dos siglos ha habido picos de terror y virulentas olas de violencia contra la minoría musulmana. Esta larga serie de ciclos de violencia ejercida desde 1785 por la mayoría budista del país contra la minoría musulmana es lo que entendemos por genocidio de Rohingya.

Según la narrativa imperante, “Rohingya” es un término moderno creado en la década de 1950 por la minoría musulmana para ampliar la esfera de influencia de los inmigrantes ilegales bengalíes en Birmania. Basado en este tipo de especulaciones, en 1978 la junta militar lanzó la Operación Nagamin de depuración étnica y cultural del país. En virtud de la Ley de ciudadanía de 1982, se crearon dos clases de ciudadanos pertenecientes a las “razas nacionales” y, aquellos que no podían demostrar que sus antepasados “habían residido en Birmania desde 1824” fueron despojados de sus tarjetas de registro. Al no ser considerados una “raza indígena oficial”, los rohingyas se convirtieron en uno de los colectivos apátridas más grandes del mundo. Unos 200.000 musulmanes tuvieron que abandonar el país, pero Bangladesh les negó la entrada y ayuda humanitaria, lo que provocó la muerte de al menos 12.000 personas. Los refugiados fueron repatriados, pero la ley de ciudadanía continúa sirviendo de base legal para desproteger a la población musulmana y justificar las diversas formas de violencia que se ejercen contra este sector social.

En 1989, la junta militar de Birmania cambió oficialmente el nombre del país, que pasó a denominarse Myanmar. Paralelamente, el gobierno cambió asimismo la designación de la provincia de Arakan -cuyo nombre, origen e historia están ligados a la minoría musulmana- que fue denominada estado de Rakhine, en un esfuerzo por subrayar el vínculo del territorio con la población budista que ahí habita. Unidades de NaSaKa, las fuerzas de seguridad de frontera, protagonizaron una nueva ola de violencia entre mayo de 1991 y marzo de 1992. Los observadores de la ONU constataron “localidades arrasadas, violaciones masivas y ejecuciones extrajudiciales” y un nuevo éxodo de 250.000 personas.

Tras la transición democrática de 2010 la situación no mejoró. En 2012, la violencia generalizada contra los musulmanes respaldada por el Movimiento 969 produjo la muerte de un millar de musulmanes y el éxodo a campos de refugiados de más de 140.000. El 17 de marzo de 2016, el Informe de prevención de atrocidades del Departamento de Estado estadounidense informó que la tasa de pobreza extrema del estado de Rakhine se debía a una política premeditada del gobierno. Poco después, se produjo una nueva y especialmente violenta ola de represión entre octubre de 2016 y enero de 2017.

Varias agencias de las Naciones Unidas, funcionarios de la Corte Penal Internacional y asociaciones de derechos humanos, acusaron al ejército de cometer atrocidades como ejecuciones extrajudiciales (incluyendo infanticidio masivo), arrestos ejecutivos y prisión arbitraria, tortura, violaciones en grupo y violencia pública, movilizaciones forzadas y exilio, incendio de aldeas y saqueos. La violencia (en forma de pogromo) fue sistemática, planificada, y dirigida contra los musulmanes. La censura y la propaganda oficiales ocultaron los hechos y acusó a las víctimas de “actividad terrorista”.

Los musulmanes representan escasamente el 2,3% de los 55 millones de habitantes del país. En 2017 cerca de 1,4 millones de rohingya vivían en Myanmar, pero las masacres desencadenaron el éxodo de más de 700.000 personas entre 2017 y 2018. Alrededor de 900.000 rohingya viven actualmente en campamentos superpoblados de la isla de Bhasan Char y Cox’s Bazar, en Bangladesh. La crisis humanitaria provocó la creación de los campos de refugiados más grandes del mundo, según fuentes de la ONU. Los aproximadamente 600.000 musulmanes que permanecen en Rakhine continúan expuestos a la persecución y la violencia del gobierno, confinados en campamentos y aldeas, sin libertad de movimiento y privados del acceso a alimentos, atención médica, educación y medios de subsistencia adecuados.

Varias agencias de Naciones Unidas y diversos gobiernos coinciden en calificar los hechos como constitutivos de crímenes contra la humanidad y genocidio. A fines de septiembre de 2017, un panel de siete miembros del Tribunal Permanente de los Pueblos dictaminó que las autoridades de Myanmar eran culpables de genocidio. En agosto de 2018, la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos declaró que los líderes militares deberían ser juzgados por genocidio y en enero de 2020 la Corte Internacional de Justicia ordenó a Myanmar que evitara la violencia genocida contra la minoría musulmana.

La ganadora del premio Nobel de la paz Aung San Suu Kyi, ministro de exteriores de Myanmar entre 2016 y 2021 y consejera de estado hasta 2021, hizo muy poco para evitar las atrocidades y ha negado repetidamente que existan indicios de genocidio. Por su parte, el ejecutivo ha descartado las acusaciones como meras “exageraciones”. En el colmo del cinismo, el régimen de Myanmar emitió a principios de abril de 2020 dos directivas para “detener el genocidio” que el propio gobierno asegura nunca ha tenido lugar ni está ocurriendo.

Ashin Wirathu, el monje budista que lidera el Movimiento 969, declaró a The Guardian que los refugiados musulmanes son en realidad “bangladeshíes posando para los medios. No se mueren de hambre. Tienen tanta comida que la venden en sus tiendas, incluso robándose entre sí”. Preguntado sobre las denuncias de agresión sexual a las mujeres por parte de miembros del ejército, indicó con una sonrisa: “Imposible. Sus cuerpos son demasiado repugnantes”. En ese momento un mosquito captó su atención y, cambiando de tono, explicó al reportero: “Puedo enseñarte cómo ser budista y no matar al mosquito. Primero, debes tener compasión por él; imagina que te necesita ya que no tiene familia que lo alimente. En segundo lugar, debes tratar de ponerte en su lugar”.

Varias agencias de la ONU y varios gobiernos coinciden en calificar los hechos de crímenes contra la humanidad y genocidio