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Diez días que estremecieron al mundo

La invasión de Bélgica por parte de las tropas alemanas al atardecer del 4 de agosto de 1914 significó el comienzo de la Primera Guerra Mundial, una de las sangrías bélicas más importantes en la historia de la humanidad

Diez días que estremecieron al mundo

lA invasión de Bélgica por las tropas alemanas llevada a cabo hace ahora un siglo significó el comienzo de la Primera Guerra Mundial, una de las sangrías bélicas más importantes de toda la historia de la Humanidad. Se calcula que durante los cuatro años que duró murió un soldado francés cada 96 segundos y uno alemán cada 72. Todo empezó al romperse el tratado internacional de neutralidad que amparaba a Bélgica en aras a facilitar un paso cómodo de las tropas germanas hacia la conquista de París. En consecuencia, el Reino Unido declaró la guerra a Alemania. La ola invasora encontró una tenaz resistencia en la zona valona de Lieja donde las tropas germanas sufrieron un duro castigo. Fue un sacrificio que aún hoy se recuerda.

Los antecedentes Lieja tiene muchos puntos comunes con Bilbao. Está rodeada de montañas, la atraviesa un caudaloso río, el Mosa, y tiene un pasado minero que ha dejado a sus habitantes el apodo de cabezas de hulla. La transformación sufrida tras la crisis industrial la ha convertido en una ciudad dinámica y de vida agradable de la que están muy orgullosos sus 200.000 vecinos. Presidiendo el paisaje urbano desde la colina de Cointe se alza la esbelta torre en forma de aguja del Memorial Interaliado, el monumento que recuerda a todos el sufrimiento pasado hace ahora un siglo.

Los liejenses tienen muy asumido que la proximidad fronteriza con Alemania les hace blanco inicial de las invasiones bélicas. La Historia así lo confirma. La Gran Guerra, como se denominó a la primera hasta que surgió la segunda, estalló en 1914, pero se gestó mucho antes. Las principales potencias europeas, el Reino Unido, Alemania y Rusia, curiosamente regidas por tres soberanos que eran primos carnales entre sí, rivalizaban en la carrera armamentística.

Ya antes de que despuntara el siglo XX, el Reino Unido comerciaba con el hierro bilbaino para sus apuestas sociales y bélicas, como la construcción de su tanque Mother que llegaría a ser un clásico de esta guerra, como las trincheras y la utilización de los gases tóxicos. El mineral que salía de nuestras entrañas le era tan necesario como el que Alemania obtenía de las minas de hierro de Kiruna, en la Laponia sueca. Había empezado el sprint en la tienta de qué potencia era la más fuerte. Solo faltaba probarlo en el terreno de batalla.

La firma de una alianza militar entre Francia y Rusia en 1893, mucho antes de que surgiera la chispa de la Primera Guerra Mundial con el asesinato del heredero al trono austro-húngaro, el archiduque Francisco-Fernando, supuso para Alemania un duro golpe porque si se producía un enfrentamiento estaría copada entre dos frentes. Ante semejante posibilidad, el jefe del Estado Mayor General alemán, el conde Alfred von Schlieffen, propuso un plan que se llevaría a cabo en caso de agresión por parte de los dos países aliados. Consistía en invadir Francia, pero no por la frontera natural que les une, fuertemente defendida por ambas partes, sino por la provincia valona de Lieja. El problema radicaba en la neutralidad de Bélgica. A cambio ofrecía la ventaja de ser un atajo hacia París.

Este plan, que era casi de dominio público a principios del siglo XX, sobrevivió a Von Schlieffen, pero el temor de que algún día se realizara motivó que Bélgica se interesara en fortalecer su frontera mediante la creación de doce fortines alrededor de Lieja que salvaguardaran la frontera, la ciudad y el importante nudo ferroviario que posee. Es decir, una especie de cinturón de hierro como el que tuvo Bilbao durante la Guerra civil. Así estaban las cosas cuando llegó el mes de agosto de 1914.

La invasión La frenética actividad que hubo en los despachos de las más altas instancias de las principales potencias europeas durante los últimos días de julio hacía presagiar que lo peor iba a llegar de inmediato. “El miedo se había extendido por toda la población de Lieja -asegura el historiador Philippe Dejaive-. La inmediata proximidad de la frontera permitía a la población estar al corriente de las concentraciones de soldados alemanes que se estaban produciendo al otro lado y de la maquinaria bélica que diariamente llegaba en trenes abarrotados”.

La invasión se produjo al atardecer de aquel martes 4 de agosto. El enorme aparato bélico que formaban el primer ejército alemán a las órdenes del general Alexander von Kluck y el segundo a las de Karl von Bülow cayó sobre la tropa belga que se vio desbordada por un enemigo siete veces superior. Una parte se encerró en la ciudad de Lieja donde resistió y otro contingente se dirigió al sur para unirse a los franceses. De inmediato, el Reino Unido declaró la guerra a Alemania enviando fuertes contingentes bélicos a través del puerto de Amberes.

“Se ha hecho creer al mundo que el rey Alberto I de Bélgica fue un héroe en la lucha contra la invasión alemana, cuando la realidad es que su oposición muy tibia. Fueron los ingleses quienes crearon el mito del rey-caballero, como se le llegó a denominar. De esta forma justificaron su declaración de guerra. A ellos les preocupaba tener a los alemanes a la otra parte del Canal de la Mancha, a toda la potencia bélica germana frente a sus costas. Alberto I no hizo gran cosa, pero se tejió una leyenda en torno su papel histórico que resultaba de lo más romántica”, afirma Dejaive.

Hambre, miedo y represalias Solamente los muertos podrían decir la verdad sobre las guerras, pero ellos no hablan. Aquí, en la provincia de Lieja, en la parte belga lindante con Alemania, saben mucho de conflictos bélicos y de cuanto conlleva sobrevivir mientras la muerte acecha.

“El recuerdo de la Primera Guerra Mundial que ha quedado en la población, por encima incluso de las víctimas mortales, es el del hambre que se sufrió. Decía mi abuelo que en aquellos años no se veía animal alguno en la calle. No había perros ni ratas, porque la población se los comía”.

Las noticias que llegaban a Euskadi sobre la situación que se vivía hablaban de la heroica defensa de la ciudad. “Los invasores -comentaba un corresponsal de prensa- siguen cometiendo enormes excesos, fusilando sin compasión a todas cuantas personas encuentran e incendiando la ciudad. El espectáculo es terrible. Se ignora el número de muertos”.

La vida cotidiana en Lieja llegó a ser agobiante por la presión que ejercieron los ocupantes. Llegaron pensando que más que invasión aquello iba a ser un paseo y se encontraron con una realidad muy distinta: “El control germano era total y absoluto. No se podía hacer la menor obra sin tener su visado. Todo ello influyó para que el miedo cundiera entre el vecindario, miedo que se veía refrendado por represalias que se dieron en localidades próximas de la misma provincia y que hoy son consideradas ciudades mártires”.

El asedio a las fortalezas Los doce fuertes que circundaban la ciudad habían sido construidos entre 1888 y 1892 por el general Henri Alexis Brialmont, uno de los grandes ingenieros militares de la época. Las tropas belgas acantonadas en las fortalezas de Barchon, Evegnee, Fleron, Chaudfontaine, Embourg, Boncelles, Flemalle, Hollogne, Loncin, Lantin, Liers y Pontisse, distantes entre sí de tres a seis kilómetros, presentaron batalla al invasor, en muchos casos con unas actitudes heroicas que llegaron a preocupar al káiser Guillermo II: “¡Pasaremos como sea!”, dijo en un arrebato de ira cuando comprobó que el camino a París no era tan fácil como pensaba en un principio.

Los alemanes concentraron el grueso de su artillería frente a aquellas moles que parecían inexpugnables: Quinientas piezas entre las que figuraban dos impresionantes baterías Krupp denominadas Gran Berta capaces de disparar obuses que pesaban 800 kilos a diez kilómetros de distancia del objetivo. Algunos fuertes, construidos según viejos criterios, capitularon uno tras otro tras infligir serios reveses al enemigo. Quedó finalmente el fuerte de Loncin, donde el general Leman, comandante de la ciudad de Lieja, había establecido su cuartel general.

Desde la fortaleza de Loncin, construida en 1888, se vigilaba la zona oeste de la capital valona. Como la mayor parte de las obras de este cinturón de hierro tenía forma triangular y una sola entrada cuyo acceso era de muy difícil superación. Sus dimensiones eran respetables al tratarse de una planta en forma de triángulo isósceles con 300 metros de base y 235 metros cada uno de sus otros lados. Una gran parte de su estructura estaba enterrada y perfectamente camuflada. La guarnición se componía de 350 artilleros y 200 asistentes. La parte fortificada ocupaba el centro de la obra y estaba protegida por un foso seco que separaba la zona artillera de la de servicios, donde los ocupantes disponían de panadería, cocinas, hospital, etc. Era toda una ciudad encajonada en tremendas moles de cemento armado bajo tierra que se autoabastecía.

Disponía de dos cúpulas armadas con dos cañones de 120 milímetros, otra con dos cañones de 150 milímetros y dos cúpulas más desde las que disparaban obuses de 210 milímetros. Todo ello protegido por impresionantes corazas de hierro de casi medio metro de espesor. “Loncin estaba considerado como un excelente dispositivo de defensa capaz de resistir largos asedios -indica Francis Macours, documentador del fuerte, mientras recorremos las instalaciones-. Científicamente se había calculado que era capaz de resistir el efecto de un obús de 210 milímetros y de un peso de 90 kilos, el proyectil de mayor efecto en la época”.

Aquella inviolabilidad de Loncin se rompió a las 17.20 horas del 15 de agosto de 1914, cuando un obús de 420 milímetros disparado por la Gran Berta del ejército alemán cayó en el polvorín de la fortaleza sepultando a 350 defensores. 12.000 kilos de pólvora pulverizaron la parte central del recinto produciendo un impacto de dimensiones colosales a juzgar por la visión del impresionante cráter abierto. El resto de la construcción se resintió produciéndose grietas en la estructura que obligaron al desalojo.

“Las familias de los soldados fallecidos -añade Macours- decidieron no extraer los restos de los cuerpos quedando así el lugar como una enorme tumba. Un monumento recuerda el sacrificio de quienes fueron los últimos defensores de Lieja”.

Sin embargo, hubo una docena de soldados que decidió vender caras sus vidas e hicieron frente a los invasores a cuerpo descubierto en un rincón externo de la fortaleza siendo masacrados. “En la historia del mundo entero, tanto en la época pasada como en la moderna, no existe acción militar más bella que la defensa de Loncin. La acción del comandante Victor Naessens y sus 500 soldados valones sólo tiene parangón con Leónidas y su gesta espartana”. Esta cita literaria de Eugène de Grunne ilustra bien a las claras el reconocimiento que los liejenses muestran por quienes sacrificaron sus vidas en defensa de la ciudad.

Los nombres de cuantos componían aquel destacamento heroico figuran en una gran placa-homenaje que reproduce el Orden del Día en el que se hace notar la heroica defensa del fuerte y el ejemplo de abnegación y tenacidad ofrecido por toda la guarnición. A la entrada del museo conmemorativo se puede leer sobre una roca la siguiente inscripción debida al general Malleterre: “Caminante, diga a Bélgica y a Francia que aquí 550 belgas han sido sacrificados en defensa de la libertad y la salvación del mundo”. El reconocimiento público se extiende a las iglesias liejenses en cuyos muros se pueden leer las placas dedicadas a los soldados de la feligresía que cayeron en la acción descrita.

Diez días tardó el ejército germano en atravesar la provincia valona colindante con Alemania venciendo una resistencia que no figuraba en el Plan Schlieffen. La Primera Guerra Mundial no había hecho más que empezar.

Memorial En la colina de Cointe, dominando la ciudad de Lieja, se alza una torre de 75 metros de altura. Es el Memorial Interaliado, un monumento civil que la Federación Internacional de Combatientes de la Primera Guerra Mundial decidió levantar en 1925 mediante suscripción pública entre los países aliados y donaciones particulares en recuerdo de aquella batalla inicial. La obra, realizada por el arquitecto amberino Joseph Smolderen, fue inaugurada el 20 de julio de 1937 en presencia del rey Leopoldo III de Bélgica. Al pie de la torre se pueden ver los monumentos que cada uno de los países aliados ha dedicado a sus víctimas. Preside la explanada central el recuerdo directo a los liejenses caídos en acción.

En la cripta de la torre figura el reconocimiento de Bélgica a Francia y a Rumanía. Curiosamente, en un lugar destacado de este recinto hay un bronce de Marcel Wolfers que representa a quienes pueden ser un charro y una sevillana en actitud de repartir alimentos. Al pie, en una placa se lee: “Reconocimiento del pueblo belga por la ayuda humanitaria del pueblo español”.

El conjunto arquitectónico será reinaugurado mañana día 4 con asistencia de los presidentes y soberanos de los países aliados que intervinieron. Es una cita que quedó pendiente en su momento, porque de nuevo había ruido de sables que acabaron en otro enfrentamiento bélico que empequeñeció al anterior en sus consecuencias.