Habla Marina González de Apodaca, de actuales 96 años. Los pelos de los brazos se erizan al escuchar jirones de vida. Testimonia que había noches en la URSS en las que ella y sus compañeras calentaban una zanahoria con el fin de que tuviera algo más de sabor y pensar que comían algo caliente. La chupaban como un caramelo y la iban pasando de una a otra. No tenían nada más. De las bombas, asegura que se acostumbraban, pero no al hambre, al frío helador ni a los piojos. “Era lo más terrible”, zanja.

Antes de conocer más de su aventurada vida, debemos saber que hablamos de una mujer a la que de niña llamaban Chatilla; Marinka en Rusia y Marina a día de hoy en Villa Elisa, pueblo argentino, república en la que se reencontró con su hermano, Félix, veinte años después de toda una odisea de supervivencia. Había llegado al mundo el 3 de marzo de 1927 en Bilbao, en su hogar de Zabala, 25, del cuerpo de su madre Teresa Fernández Posada, nacida en Collado de Andrín (Asturias). Su padre era vasco y se llamaba Lorenzo González de Apodaca Ruiz de Erenchu.

Cuando estalló la guerra, sumaba diez preciosos inviernos y su dulce sonrisa se le volvió a romper en pedazos como cinco años antes cuando, de forma prematura, murió su madre, aquella mujer solidaria que había acogido en su casa a una sobrina de Picos de Europa por “un lío familiar que resultó una tragedia”: Emilia Fernández Posada. La hija de aquella asturiana se llama Toñita Garate y aporta a DEIA el testimonio de aquel día que corrían despavoridas a un refugio antiaéreo de Bilbao. “Mi madre, Emilia, llevaba en brazos a Marinita, porque la pobre sufría ataques de pánico que le paralizaban y para calmarle le acurrucaba cara con cara. A mí, me llevaba en brazos su padre, mi tío Lorenzo”, detalla esta activista del PSOE a quien los franquistas mataron a su padre Enrique Garate Jiménez, miliciano del batallón Salsamendi, el 4 de abril de 1937 en Mirugain, Otxandio.

Los llantos

Marina con 10 años en la URSS. Archivo familiar

Jornadas después de aquel bombardeo a cielo abierto contra Bilbao, Marina se vio en la tesitura de quedarse sin poder juntar su rostro con el de la cara de su tía/madre y abrazos familiares que le aportaban la seguridad que todo infante necesita. Tras la despedida, caminó sola por la planchada del imponente barco Habana en Santurtzi. Era el 13 de junio de 1937. Soltaban amarras hacia la URSS. Se alejaba de sus seres queridos preguntándose qué sería la Unión Soviética. En estos días, un escritor argentino ha formado parte del acto conmemorativo que se ha celebrado en Santurtzi. Es el autor de una biografía novelada sobre la vida de esta mujer titulada Marinka, una rusa niña vasca, que la editorial Planeta publicó en el país americano. Rodolfo Luna Almeida es un diseñador gráfico y periodista que se ha reunido en el Estado con productores cinematográficos con la posibilidad de que esta historia llegue a las pantallas de cine.

El literato, hijo de la poeta Miruh Almeida, resume capítulos de su libro y de la vida de aquella vasca rumbo a la Unión Soviética y a quien conoce en vida por ser la madre de una amiga y que reside en un pueblo anejo al suyo en Argentina. “En este libro, he llorado con ella todos los llantos de sus diez años, aferrado también a su maleta y a la baranda del barco mientras su infancia se empequeñece en la popa y el mar se oscurece en incertidumbre. He respirado con ella la bienvenida luminosa en Leningrado. Me he reconfortado con ella los cuatro años transcurridos en la colonia española de Odesa. Me he arrojado con ella a las trincheras de una guerra que los alcanza cuando la Alemania nazi invade la URSS. Viajado en vagones de carga por la estepa helada para huir de las bombas. He entrado con ella en la fábrica de aviones de Saratov. He padecido las penurias de la posguerra en Moscú. El frío. El hambre, el hambre, el hambre. Esperar las cartas de una familia que no sabe si aún vive, las cartas que nunca llegan. Ansiar el regreso durante interminables 20 años”.

Por todo ello, Luna apreció que la historia debía ser contada. Más, cuando Marinka custodia todo un tesoro. “Conserva tres álbumes de fotos de toda su vida en Rusia. Ejemplares del periódico Pravda, el diario oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), con su foto en la portada cuando fue elegida la Mejor Tornera de la Unión Soviética”, enfatiza, y una joya que atravesó dos guerras y cinco mares: la tarjeta hexagonal del cartón de embarque y el imperdible que prendía de su abrigo, cuando subió al Habana en el puerto de Santurtzi.

A todo esto, sumar una terrible ausencia más: su hermano Félix, quien mientras ella estuvo en la URSS logró afincarse en Francia. Lo que, en un principio, iba a ser solo una experiencia de unos meses, y no mucho más, terminó prolongándose veinte años. “Criada bajo esas circunstancias, la niña creció y sobrevivió a todo lo imaginable. El sufrimiento, el horror y el desarraigo de una historia personal revelan un aspecto poco conocido de la guerra más dramática del siglo XX”, valora Luna Almeida, quien colaboró con el periódico Madres de Plaza de Mayo durante quince años.

El regreso de Marinka, tras haber vivido en ciudades que hoy sufren la guerra como son las ucranianas Odesa, Crimea o Zaporiyia, no fue el esperado. “Cuando llegó en barco a Valencia, Franco los trasladó a Zaragoza, a residencias militares, y allí la pudo ir a recoger Emilia (octubre 1956) y la trajo a Madrid, donde vivo, y yo pude conocer a la que siempre considero mi hermana. Estuvo hasta enero del 57 que partió a Buenos Aires y la he vuelto a ver hace poco tiempo”, celebra Toñita quien apostilla que “Marinita vino a España con la misma organización que la llevó: la Cruz Roja. Esto pudo ser porque había muerto Stalin, quien había dicho que solo podrían volver cuando hubiera república”. De hecho, según narra, mientras el político vivió y la vizcaina Dolores Ibarruri, Pasionaria, tuvo “la más alta influencia, no llegaban carta ni de ella ni las nuestras. Los primeros cuatro años no supimos si estaba siquiera viva”.

Al retornar, se vio perseguida por los franquistas por haber sido exiliada en Rusia y tras pocos meses decidió volver a buscar paz junto a su hermano que, debido a la Segunda Guerra Mundial, se había instalado en Argentina. Ella es una de los 35.000 niñas y niños que la República evacuó en plena Guerra Civil, para resguardar su futuro. “La historia de Marina, del exilio infantil, de la guerra, no es pasado”, valora el escritor quien estima que las Marinka de hoy se llaman Fátima, Aïcha, Mohammed o Aylan y “tratan de cruzar el Mediterráneo como pueden, buscando el refugio de una Europa que les da la espalda”.