FALLECIÓ en diciembre. Se llamaba María López Barrenechea, natural de Mutriku, Gipuzkoa. Su vida es una de esos millones que la historia olvida. Fue una de las denominadas niñas de la guerra vascas del exilio. Su testimonio pone los pelos de punta. Fue, asimismo, la compañera de Francesc Pararols, teniente de alcalde del PSUC en el primer ayuntamiento democrático de Girona.

El director del Museu de’l Exili en La Jonquera, Miquel Aguirre, pone en valor la biografía de esta guipuzcoana que acabó residiendo en Catalunya, después de veinte años en un sinfín de destinos en la URSS. “Cuando hablamos de la perspectiva de género aplicada al exilio es para poner el foco en ejemplos como el de María López Barrenechea. Una exiliada que representa a esos niños y niñas que en Euskadi fueron evacuados para, en este caso, refugiarse en la Unión Soviética”, aporta Aguirre, nieto de un miliciano del batallón Enlaces y Transmisiones número 78 del Ejército de Euskadi, Ignacio Domínguez.

Aguirre contextualiza la vida de esta mujer que residía en Pasai San Pedro. “En aquel país, María creció y sufrió, de nuevo, los avatares de la guerra, en este caso de la invasión nazi”. En la Unión Soviética se casó con Francesc Pararols, un comunista catalán también evacuado que fue oficial del Ejército Rojo y luchó contra los nazis. En los años sesenta del siglo pasado, María y el resto de la familia volvieron del exilio y se instalaron en Girona. “Mujer fuerte y con convicciones nunca dio el brazo a torcer ante una dictadura que por el mero hecho de ser exiliados y encima de retornar de Rusia los miraba siempre por el rabillo del ojo”, agrega.

El Memorial Democràtic tuvo a bien recoger su testimonio en una entrevista donde López Barrenechea desgrana sus sufrimientos y esperanzas. De padre y madre analfabetos, recordaba unas curiosas palabras que le dijo su madre cuando iba a partir junto a su hermana y dos primos a un país en paz. “Yo tenía recién cumplido 13 años. Era niña niña. No sabía de nada. Mi madre antes de partir me explicó qué era la menstruación y me dijo: Toma esta toallita y estos imperdibles. Me detalló lo que tenía que hacer, para que no me pillara de desprovisto. Y no me llegó la regla hasta que empecé a comer bien”.

María nació el 6 de mayo de 1924 en Mutriku, hija de Isidora Barrenechea Goenaga y de Jesús López Intxaurrandieta. Este último era arrantzale y murió cuando su barco chocó. “Murieron siete. No encontraron ninguno de los cuerpos”, llora ante la cámara. El matrimonio tuvo tres hijas. Una murió al poco de nacer. Al comenzar la Guerra Civil, siendo una niña, López recordaba cómo los barcos franquistas España y Cervera lanzaban misiles a Pasai Antxo, donde había un polvorín. “Los cañonazos pasaban por encima de nuestras casas y decidimos evacuar a Bilbao en barco. Todos mareados y vomitando. Mi padre nos hacía comer sal y nos decía que miráramos al horizonte. Le tiré toda la papilla encima”.

De Bilbao recuerda las sirenas y el miedo en los refugios. Sus padres no quisieron apuntarles a las listas de exilio del Gobierno vasco, pero lo acabaron haciendo. “Nuestro nombre no salía en las listas de los periódicos hasta que vieron nuestros números y nos llevaron a Santurtzi. Allí me dio mi madre la toallita y el imperdible”. Todos lloraban. “Nosotros no. Mi madre me dijo que era la mayor y que cuidara de los otros tres. Y que fuéramos sin miedo: no os preocupéis que allí también son trabajadores”, le exclamó. “Mi padre dijo que al pasar por Barakaldo, donde trabajaba, le saludáramos, pero no le vimos. De hecho, ya no le vimos nunca más”.

Viajaron en el barco Habana hasta Burdeos. Allí subieron al buque francés Sontay. “Hasta Burdeos no comimos. Nos dieron panecillos con chocolate, lo que no habíamos visto en tiempo. Nos sorprendió que tenían tripulantes achinados y que lleno de colchonetas, las ratas corrían por los tubos. Hasta Leningrado. Se hizo muy largo entre temporales”. Ya en la URSS, el recibimiento fue de cine. “Todo era besarnos, abrazarnos. Nos cambiaron de ropa. Lavar, duchar…”. En el comedor le dieron mantequilla con bolitas rojas que pensaban que eran dulces. “Era caviar que escupíamos. No sabíamos ni lo que era”. Dormían mucho durante las “noches claras” de la ciudad soviética, es decir, no se ponía de noche. De allí les llevaron a Kiev y Crimea. “Comíamos poco, trataban de hacernos tortilla de patatas o babarrunak, pero no sabían igual”.

Les revisaban cómo ir vestidos y abrigados a la calle. Al enfermar, la enviaron a un sanatorio de Odesa. “Allí oí a Molotov decir en 1941: Sin previo aviso, los alemanes nos están bombardeando”. Ella se escondía cada vez debajo de las camas. Fue la primera vez que le separaron de su hermana y primos. Todo cambió. De la bonanza de la paz a la desesperación en la Segunda Guerra Mundial. De cursar estudios superiores sobre maquinaria de tractores, a la claustrofobia que sentía en los sótanos. “De pronto, empezaron a venir a nuestro comedor niños rusos flaquísimos, muertos de hambre”. En ese momento fue consciente de su situación.

En un viaje que les trasladaba un hombre de supuesta confianza, de noche, una amiga le dijo a María que aquel señor “me está tocando. Le dije a ella que le apartara la mano y me puse yo en medio y noté que la mano tenía pelos”. Retomado el viaje, aquel hombre paró el coche y les dijo que iba a hacer un recado. “Nos dejó tiradas en la carretera. Íbamos andando cargadas hasta que unos polacos nos llevaron a los Urales”. Allí cogieron la malaria. Siguiente destino: Moscú, y cartilla de racionamiento. “Hacía punto y sacaba dinero en el mercado negro”. Llegó el momento de comer pan negro, que “hoy no comería por nada del mundo”. Y sopa de hortigas, “bien buena”. Lo peor, “patatas heladas. Eran como esponjas”.

En Moscú pudo seguir estudiando. “No era buena, pero sacaba mis estudio. Allí, la mujer estudiaba igual que el hombre”. Al mismo tiempo participaba en la denominada escuela política. “Clases de movimiento obrero, marxismo-leninismo…”. Allí conoció a su futuro marido. Se casaron a los tres meses de conocerse, en febrero del 47, el Día del Ejército”. El objetivo, sin embargo, era volver, aunque “fue una decepción al principio porque nos hicieron la vida imposible”.

Toda la familia pidió volver con sus parejas. Fueron en tren hasta Odesa. Al entrar en el Mediterráneo disfrutaron del color azul de las aguas porque “veníamos del Mar Negro”. Llegaban en 1956 a Valencia. “Todos nos parecían familia”, a pesar de que sus parientes no sabían fijo si llegaban a aquella ciudad o Castelló. Un tío, ya en Pasaia, les cantó porque era del Orfeón donostiarra. “Pero el encuentro fue muy raro. Aquella mujer era mi madre, pero habían pasado veinte años. Muchas cosas no nos comprendían, por ejemplo, que yo no le había pedido permiso a ella para casarse. Tonterías de esas”.

La falta de trabajo les llevó a Girona, de donde era su marido y quien encontró empleo en Cepsa. María, por su parte, daba clases de ruso en academias y de castellano a extranjeros. En aquellos días, detuvieron a un futbolista ruso apellidado Gómez. “Mi hermana llevó una carta de protesta con dos hombres. Les detuvieron a los tres y decidieron expulsar del país a 14 familias”. Debido a que Francia no admitía pasaportes rusos, les enviaron primero a Madrid. “Encarcelaron a mi hermana y les llevaron en avión vía Londres a Moscú. Llegarían a afincarse en Cuba porque, con la revolución, hacían falta traductores. De hecho, mi cuñado, Eugenio Pozas, llegó a trabajar con el Che”.

Con la muerte de Franco, María y su marido comenzaron a vender muñecas con la senyera y fabricaron un souvenir del puño del PSUC. “Llegó la tranquilidad porque ya no detenían a mi marido y porque mis dos hijos, nacidos en Rusia, estaban metidos en política y teníamos miedo de que les pidieran el documento de identidad. De hecho, al pequeño le abrieron la cabeza en una protesta”.

En la URSS, esta vasca había sido “del movimiento de pioneros comunista, luego del Consomol (juventudes comunistas). Allí, todos teníamos trabajo y vivienda, porque era del Estado. Te pagaban por aprobar tus estudios”. Hasta el día que murió, María recordaba sus primeros días de regreso a Pasai San Pedro. “Mi madre, que luego tuvo alzhéimer y vino a vivir conmigo a Girona, se hacía cruces porque pasados veinte años supiera las canciones en euskera de pe a pa. Vino el patrón de las regatas de San Pedro y me hizo cantar ante él. Respondió: Ene... Los rusos nos aportaron estudios y lo suyo, y, además, no nos hicieron que olvidáramos lo nuestro”.