AL poco de llegar Emmanuel Macron al Palacio del Elíseo, las plumas afiladas comenzaron a hablar de su mandato haciendo referencia a Luis XIV. Y la elección del rey Sol ya era significativa. Su hiperpersonalista liderazgo reivindicado por sí mismo como el eje central de la política francesa quizá pudo tener algún sentido entonces, pero a día de hoy, tras las elecciones legislativas que él mismo convocó el pasado junio en respuesta al fracaso de su movimiento centrista y al triunfo de la ultraderecha de Le Pen en las europeas, resulta difícil de defender. “Nadie ganó”, dijo luego Macron dos días después de las legislativas. Y probablemente tenía razón. Pero siendo honestos, el que perdió más fue él porque él era quien más tenía que perder. Macron jugó con fuego y superó como tercera fuerza la primera vuelta, en la que las siglas de Le Pen iban por delante. Solo la movilización en torno a la candidatura unitaria de izquierda Nuevo Frente Popular y la retirada de candidatos de centro e izquierda en segunda vuelta –a comienzos de julio– para evitar la división del voto anti Le Pen evitó que la ultraderecha se alzara con la victoria. Pero el panorama en la Asamblea Nacional, lejos de aclararse, se había hecho más complejo. Sin mayorías absolutas, tocaba armar acuerdos para formar el nuevo Gobierno. Macron pidió una tregua olímpica y la tuvo. Sin embargo, la política del patadón al balón para que siga el juego tiene un límite y Macron se halla ahora mismo en un intrincado laberinto. Macron sigue jugando a ser el centro, aplicando el cordón sanitario al partido Le Pen al tiempo que dedica sus energías a intentar romper la alianza de izquierdas, sometida a sus propias tensiones internas, como quedó evidenciado en la difícil designación de Lucie Castets como su candidata de consenso. Mélenchon llegó a plantear su apoyo a un Gobierno sin ministros de La Francia Insumisa a cambio de que lo presida Castets, pero Macron rechazó de plano a la candidata del Nuevo Frente Popular. El movimiento del presidente, que parece ajeno a los dos correctivos electorales que ha sufrido en apenas tres meses, no abre alternativas y acentúa el bloqueo político francés. El momento exige altura de miras y sentido de Estado, porque el enquistamiento de esta situación tiene un claro beneficiario, la extrema derecha de Le Pen. l
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