No es por ser agorero, pero tengo la impresión de que entretenidos en nuestro día a día, estamos infravalorando la dimensión de la grieta demográfica y lo pronto que sus consecuencias impactarán desde un punto de vista económico, social y cultural en nuestra sociedad.

Según Eustat, la población vasca se redujo en 4.574 personas en 2017. El pasado año la tasa de natalidad se quedó en un 1,39 hijos/as (una de las más bajas de Europa) y a día de hoy somos la comunidad que cuenta con mayor proporción de mayores de 65 años entre su población con un 22,15%. Si echamos un vistazo alrededor, la ONU estima que en el año 2050 la población de Alemania disminuirá en alrededor de 12 millones de personas y en el caso de España, la población pasará de alrededor de los 40 millones del año 2000 a unos 37 millones en 2050. En cuanto al segmento de población de personas mayores de 80 años, pasarán de constituir el 3,5% de la población en el año 2000 al 12.6% en 2050, unas 4.714.000 personas aproximadamente.

De las muchas conclusiones que se pueden derivar de estos datos y otros relacionados, me gustaría resaltar tres: La primera es que tal y como está configurada nuestra sociedad en la actualidad, el aumento del periodo de prestación de pensiones que lleva aparejada la mayor esperanza de vida y el desfase entre la población activa y retirada representa la proporción entre quienes aportan y quienes reciben. Por tanto, parece razonable deducir que sin cambios sustanciales de modelo, sostener el estado de bienestar y el sistema público de pensiones será harto complicado. Para muestra un botón: A nivel Europeo se estima que harán falta dos billones con “b” de euros anuales para completar las prestaciones de los sistemas públicos de pensiones.

La segunda de las conclusiones es que, aunque resulte difícil cuantificar el impacto que las tecnologías van a tener en la automatización y la transformación de los empleos, corremos un riesgo real de no poder hacer frente a la reposición de personas que genera la progresiva jubilación de los hijos/as del baby boom, por no hablar de la creciente escasez de personas/talento que ya hemos comenzado a sufrir en ciertos perfiles cada vez más demandados por el mercado laboral.

Hasta la fecha, los centros de formación y universidades realizaban esfuerzos para acercarse a las empresas y facilitar la empleabilidad de su alumnado. En pocos años (de hecho ya está sucediendo), serán las empresas las que vengan a los centros y se “rifen” a los/as alumnos/as. La escasez va a ser real, y en algunos casos preocupante.

La tercera, y no menos importante que las anteriores, es nuestra absurda, perjudicial y dañina concepción de la vejez. La consideración de que una persona de entre 60-75 años ya no está en condiciones de desempeñar con éxito tareas intelectuales o físicas en su vida profesional o diaria es una de las discriminaciones más rastreras de nuestra sociedad, y curiosamente es un aspecto del que apenas se habla.

El cliché de que los jóvenes tienen mucho que aprender antes de poder hablar es un prejuicio educacional, pero la concepción de que las personas mayores ya no pueden reciclarse ni tienen nada que decir es, en primer lugar, algo que están refutando diversos estudios en el ámbito de la neurociencia. Por tanto, mentira en primer lugar, y en segundo, un ataque a la dignidad humana. Una cosa es valorar la juventud, y otra muy distinta es ensalzarla a base de degradar a las personas mayores.

Como suele ocurrir a la hora de plantear soluciones a problemas complejos, es conveniente desconfiar de respuestas simples o soluciones milagrosas que nos regalan los discursos populistas. Sin embargo, esto no implica que no haya que plantear vías de trabajo.

Por mencionar solo algunas opciones: 1. Todo parece indicar que deberemos ser capaces de integrar a un número significativo de inmigrantes, trabajar activamente para que aprendan nuestro idioma y se comprometan con nuestros valores si queremos mantener nuestro estado de bienestar. 2. Tendremos que disuadir a las personas jóvenes y hacer que les resulte interesante permanecer en el país con argumentos e incentivos reales para que tengan oportunidades laborales de calidad, o tengan motivos para volver de las tan necesarias experiencias internacionales que nos hacen tener esa perspectiva de ciudadano/a global. 3. Ser capaces de integrar a madres jóvenes en el mercado laboral y remodelar las relaciones de trabajo para que tener niños/as no implique renunciar a su desarrollo profesional. 4. Modificar las estructuras de los ciclos vitales de estudio, trabajo y jubilación haciéndolos simultáneos donde antes eran lineales: cambiar las fases de trabajo, así como las jornadas laborales. 5. Rehabilitar la experiencia y el intercambio entre generaciones y ser capaces de reenfocar el concepto de vejez y aprovecharla de manera creativa. 6. Aumentar la edad de jubilación, incorporar a los presupuestos generales el costo de las pensiones, elevar las cotizaciones, etc.

Sin emprendimiento, competitividad e innovación empresarial y social en la cuantía adecuada, ya podemos idear las mejores iniciativas de prestaciones social que no habrá con qué dotarlas. No va a ser un trabajo fácil, por eso es necesario que cada persona se ponga a trabajar en su ámbito, en su organización, y en la medida de sus posibilidades.