Diez bailarines componen el recién estrenado Lucía Lacarra Ballet, con el que la consagrada bailarina, junto al canadiense Matthew Golding, pretende dar un paso cualitativo en su carrera. “Estoy en ese momento en el que quiero ayudar a las generaciones futuras a través de mi experiencia”, afirma la zumaiarra, que protagonizará el estreno absoluto de su última obra en el teatro bilbaino.

‘Lost letters’, basada en las cartas que se mandaban los enamorados en los conflictos bélicos, tiene ahora más vigencia que nunca.

—Es más actual de lo que hubiéramos deseado, pero estamos trabajando en ello desde hace tiempo. En 2020 ya teníamos la música y en 2021 descubrimos una exhibición en el Smithsonian National Postal Museum de Washington sobre miles de cartas que nunca llegaron a su destino en tiempos de guerra. Estaban intentando encontrar a generaciones posteriores para devolver las cartas.

Y la idea les resultó inspiradora.

—Necesitamos que nuestros espectáculos, que son historias originales, generen emoción. Hoy en día la correspondencia es directa, los mensajes son informativos y rápidos. ¿Cómo estás? Bien. En aquella época la correspondencia era mucho más emocional y la gente ponía su alma en esas palabras. Cuando uno se pone a pensar esa incomunicación que tenían, resulta dramático.

La obra, de hecho, se basa en la historia de Frank Bracey y su esposa.

—Por casualidad encontré un libro que se llamaba Letras de amor en tiempos de guerra. Eran cartas de amor que habían llegado a su destino de Churchill, Hemingway... Hubo una que me llamó la atención la de un artillero que escribía a su mujer y le pedía que si él no volvía, fuera feliz y que no hiciera lo que amenazaba con hacer, tener un final drástico. Esa carta creó el concepto: si no hubiera llegado, ¿qué impacto habría tenido en el destino de esa mujer?

Hoy apenas se manuscriben cartas, toda la comunicación es digital. ¿Se ha perdido su esencia?

—Hemos perdido mucho en esa comunicación más emocional. Cuando uno escribe a mano piensa mucho más. En mi caso, tengo incluso un diario de espectáculos. Algún día, cuando deje de bailar, le podré contar a mi hija o a mis nietos cuántos espectáculos hice. Me gusta la sensación de escribir pero se ha perdido.

Su pareja Matthew Golding y usted saben lo que es estar separados por una pandemia y aún así crear. De ahí salió ‘Fordlandia’.

—Fue un shock. Estábamos en Alemania bailando y dijeron: se cierra el teatro y tenéis que volver ya. Matthew se fue a Amsterdam unos días y yo a Zumaia, pero al día siguiente nos confinaron. No íbamos a poder salir de casa. Ahí nos pusimos a crear y nació Fordlandia, que plasma el momento incierto que estábamos viviendo. Luego creamos In the still of the night. Gracias a esos dos proyectos nos sentimos con la fuerza de abordar un tercer reto, esta vez mucho más grande, que consiste en crear una compañía.

¿Cuál es el proceso de crear con un guion basado en una historia real?

—Es maravilloso porque lo creas todo. Grabamos la película el mes de noviembre de 2022 sin tener ni idea de cómo íbamos a llevar el espectáculo a escena. Lo grabamos sabiendo qué música iba a tener cada escena y lo que iba a ocurrir en el escenario al mismo tiempo que en la pantalla pero no teníamos claro cómo conseguir ese grupo. Es un reto enorme. Justo antes de empezar a grabar, llamé a Calixto Bieito y me dijo: el Arriaga es tu casa. Eso me dio alas para decir: lo hacemos como sea, encontraremos la forma, aunque tenga que hipotecarme.

¿A nivel técnico cuáles son las características principales de la obra?

—Es un estilo neoclásico, el lenguaje en el que nosotros mejor nos comunicamos. Parte de una base clásica pero pierde la rigidez del repertorio clásico. Utiliza los movimientos clásicos pero con libertad, con más emoción. En 33 años de carrera he hecho todos los estilos, pero el neoclásico es en el que siempre me he sentido más yo misma. Aún así el estilo evoluciona a través de la obra.

Este es el primer espectáculo de Lucía Lacarra Ballet, con el que busca enfrentarse a nuevos retos en su carrera.

—Es un reto enorme para el que estoy preparada. He visto mi trayectoria como una evolución; empecé mi trayectoria con 15 años, me dispuse a aprender, evolucionar, experimentar… me iba retando a mí misma. Cuando ya me consideraban la estrella en un sitio, me iba a otro sitio para empezar de cero. He sido mi propia agente desde que tengo 20 años. Me he sentido capacitada a través de todas estas experiencias pasadas a abordar este reto, pero también siento que estoy en ese momento en el que quiero ayudar a las generaciones futuras a través de mi experiencia.

¿En qué basa esa enseñanza que quiere transmitir?

—Hay una forma de trabajar que es la filosofía que estoy utilizando en la compañía: positiva, productiva, con buen ambiente, sin dramas. Se puede bailar para disfrutar del momento. El mundo escénico de un bailarín es muy reducido comparando con el tiempo que pasa preparándose para ello, si uno no va a disfrutar plenamente cada segundo, no merece la pena. No es una profesión, es una forma de vida. No hay una ayuda psicológica, un coaching emocional a los bailarines desde que son muy jóvenes.

Su compañía pretende abrir la puerta a nuevos bailarines.

—Quiero crear una plataforma privada. Yo no puedo ofrecerles contratos anuales, pero puedo ofrecer contratos por proyectos o giras. El hecho de venir a escena con nosotros es un escaparate donde se les ve y pueden conseguir un nombre. Para mí sería un orgullo saber que bailarines que han estado con nosotros luego han llegado a compañías grandes.

Recientemente, en el inicio de curso de Dantzerti, reflexionaba sobre el estado del sector. “La danza ha sido siempre la hermana pobre, ahora es la indigente”, decía.

—Siempre ha sido la última de las artes a las que se les da importancia y, ahora, con todo lo que ha ocurrido, la situación ha empeorado. Es dramático. Cuando me preguntan qué ha cambiado en los últimos 30 años, tengo que decir que nada. Sigue habiendo lo mismo. Tenemos ayudas institucionales que son maravillosas para que los chavales que tengan talento puedan seguir sus estudios. Yo misma utilicé una beca del Gobierno vasco para irme a Madrid y convertirme en una bailarina profesional. El problema es que luego no hay una plataforma que atraiga a ese talento para que vuelva y dé sus frutos aquí.

Pero usted nunca ha sido partidaria del victimismo.

—No echo culpas. En el mundo de la danza echamos la culpa a las instituciones, pero no hay autocrítica. No hay una unión entre nosotros y estamos segregados. En el País Vasco mismo, están los de danza tradicional, los de contemporáneo, los clásicos… cada uno somos un mundo aparte. Si no nos unimos todos y creamos una voz, nunca habrá fuerza. Hace falta gente que no tenga miedo a trabajar y quiera aportar algo. Me complicaría mucho menos haciendo un espectáculo solo con Matthew, pero tenga esa lucha por querer aportar mi granito de arena a los bailarines que vienen. Me gustaría que hubiera un cambio. Es importante apoyar a otras generaciones porque yo sé lo difícil que es. Es mi obligación en este punto.

A usted le ha llevado muchos años ser profeta en su tierra. ¿Cree que los jóvenes deben marcharse al extranjero para llegar a ese punto?

—Por el momento, sí. Es dramático, pero no ha cambiado nada. A nivel del País Vasco no hay nada y a nivel estatal hay una compañía nacional y un ballet de flamenco. Los que tengan ganas de hacer algo que salga de eso o de descubrirse a sí mismos, deberían tener opciones para quedarse en su país si es lo que quieren.

Es muy crítica con el mundo digital y las redes sociales, mientras que defiende a capa y espada el directo. ¿Sigue costando llenar las salas?

—Está siendo difícil, la pandemia ha sido muy dura. Hay gente que todavía vive con miedo. Luego está la guerra, la inflación… Es lógico que se resienta. Hay cosas que la gente considera que son un lujo. En el momento de la pandemia se intentó que la gente tuviera oportunidad de ver espectáculos desde casa, pero un arte escénica hay que verla en directo, porque las emociones no las tiene frente a una pantalla. Toda la experiencia, desde que entras a un teatro y la liturgia que ello conlleva, provoca unas sensaciones que solo son del directo. Ahora las redes sociales son como el fast art. Te dicen no subas un vídeo más largo de 30 segundos porque la gente ya no lo ve. Eso no es arte.