iruñea - Vientos de La Habana es la punta de lanza de un proyecto de gran envergadura que ha consistido en llevar a imágenes cuatro novelas del escritor cubano Leonardo Padura protagonizados por su carismático policía Mario Conde, al que da vida Jorge Perugorría. Es la tetralogía dedicada a las cuatro estaciones en una ciudad ante la que Félix Viscarret (Iruñea 1975) cayó rendido. “Es otro planeta con sus propias leyes de la física”, dice. Rodar las cuatro historias y acometer después toda la posproducción era imperativo para dar al conjunto una misma atmósfera. La primera llega mañana a los cines y las cuatro juntas -Vientos de La Habana, Pasado perfecto, Máscaras y Paisaje de otoño- conformarán una miniserie que TVE emitirá durante esta temporada.
Llega el momento en que el proyecto empieza a escaparse de sus manos. ¿Cómo lo vive?
-Para mí esto ha sido una maratón, una prueba de resistencia, un proceso de mucho tiempo de rodaje, fuera de casa, con una posproducción larga y compleja; por lo que, por un lado, tienes muchas ganas de que la criatura eche a andar por sí sola, y, al mismo tiempo, sientes un cierto nervio por ver cómo le va.
Este es un proyecto de gran envergadura; ha dirigido cuatro películas seguidas con sus rodajes, sus posproducciones... No es nada habitual trabajar de esta manera, ¿era la única manera de hacerlo, de tirón?
-A mí ya me vino planteado así. Y tiene su lógica de producción. Por un lado, era una película para cine adaptando una novela de Leonardo Padura y luego se trataba de hacer una miniserie junto con las otras tres novelas que conforman esa tetralogía de las cuatro estaciones en La Habana. Y al quererle dar una unidad al conjunto, era lógico que se rodaran una tras otra y por eso mismo también era necesario que fuera un solo director el que lo encarara todo para que no hubiera diferencias en la factura, en el estilo, en el tono. Digamos que sí, que era un proyecto maratoniano, pero también era lógico que se hiciera en continuidad.
¿Cómo se mantuvo centrado?
-Diría que casi conllevaba una preparación física y psíquica. Supongo que igual que el que se prepara para correr maratones, sabes que te tienes que entrenar para saber que es una carrera de largo recorrido y que no hay que quemar todas las fuerzas al principio, que no hay que frustrarse a corto plazo, sino que hay que saber encararlo como una prueba de resistencia en la que el reto será dar a todo el trabajo una unidad, una atmósfera y una entidad. En ese sentido, estoy satisfecho porque la respuesta que ya nos está llegando es muy favorable. Y lo más curioso es que me preparé para algo duro y cuando acabé el rodaje pensé que lo habíamos llevado todos muy bien.
¿Al final no fue para tanto?
-Eso es. Y lo mismo me pasó cuando acabamos la posproducción. Hemos superado las pruebas, hemos disfrutado, ahí está el resultado y espero que el espectador esté de acuerdo conmigo en que ha sido una bonita experiencia. Ha sido divertido ir cerrando etapas y ver que íbamos celebrándolas y no lamentándonos (ríe).
Tuvo que ser un halago que vieran en Félix Viscarret a la persona capaz de sacar adelante esta aventura.
-Exacto. En las primeras reuniones, cuando hablábamos de ese high concept, como dicen en Hollywood, de unir La Habana al género negro, trasladando el mundo de Padura al cine, pensé que era algo demasiado bueno y parecía increíble que no lo hubiera hecho nadie antes. Era irresistible. Así que cuando contaron contigo, en efecto me sentí muy halagado.
En todo este proceso de trasladar las cuatro historias a imágenes, el entendimiento y la complicidad con Padura habrán sido claves.
-Sí. Desde el principio establecí una colaboración con él y también con su mujer, Lucía López Coll, que es coguionista. Entre los tres surgió un entendimiento muy majo: Padura defendiendo el origen literario de la obra, yo aportando un enfoque más cinematográfico y Lucía centrándose en la verosimilitud, señalando si algo podía pasar en La Habana o no. Era divertido ese triunvirato creativo.
¿Padura fue muy obstinado a la hora de llevar a su criatura al cine? ¿Quiso mantener el control sobre ella todo el tiempo o confió?
-Yo siempre digo que él es muy cabezota y él dice que yo soy muy cabezota (ríe), así que supongo que en algún momento fuimos como dos ciervos chocando sus cornamentas (ríe). Somos cabezotas los dos, pero siempre desde el cariño, la cordialidad y el respeto mutuo. Y creo que eso desde el punto de vista creativo es interesante, porque ha mantenido tensa la cuerda y eso es bueno para encontrar el equilibrio entre lo cinematográfico, lo verosímil o la realidad social en La Habana sin perder las claves del thriller o el policíaco.
Aunque Mario Conde no es creación suya, al verlo en imágenes recuerda a alguno de sus personajes. Es un romántico y un soñador.
-Me gusta que se vea así. Para no caer en el cliché del detective de novela policíaca, siempre hice hincapié en que no debíamos olvidarnos de ese lado entrañable que tiene Conde. En muchos aspectos de su vida es un perdedor. Tiene mucho talento para algunas cosas, pero es un desastre para otras. Pero es que, además, ese talento, ese don de gentes o ese instinto para conocer el alma de las personas a veces lo tiene a su pesar y reniega. Es bonito que no hayamos olvidado ese elemento a la hora de pasarlo a la pantalla. Al espectador el personaje le conquistará por su humanidad. Por sus flaquezas, por sus torpezas...
Es un hombre que se apoya mucho en sus amigos, que son su familia.
-Su círculo de amistades, que ya tiene mucha relevancia en las novelas, también es muy importante en su traslación al cine, porque nos muestra el alma del personaje, su lado más cariñoso. Es un tipo fiel a sus amigos. Además, esta parte también nos permite reflejar un análisis más generacional de la población cubana.
Padura siempre quiso a Perugorría para encarnar a Conde.
-Exacto, y cuando yo entré en el proyecto, Perugorría llevaba casi más de una década soñando con el personaje. Al principio fui a ver qué sensación me daba y me conquistó. Hay que tener en cuenta que interpretar a Conde es una responsabilidad. En La Habana cada uno se lo ha imaginado de una manera; más alto, más bajo, más gordo, más flaco, más joven, blanco, negro, mulato, mulato jabao... Cada persona tiene su Conde en la mente, y Perugorría es consciente de ese peso. Pero ya digo que es un tipo muy humano, con mucho humor, irónico, con don de gentes... Y espero que eso le llegue al público y sienta lo que siento yo, y es que ahora me resulta muy difícil pensar en un diálogo de Conde sin imaginarme cómo lo dice Perugorría.
¿Cómo fue el rodaje en La Habana?
-Me hace gracia pensar que el equipo cubano me vio pasar por todos los estados de enamoramiento por los que pasa cualquier director que llega a La Habana. Y la primera de todas es la absoluta fascinación e idealización; tienes la sensación de que pongas donde pongas la cámara estás encuadrando una esquina con sabor diferente, con historia, llena de matices... Es una ciudad tan rica... Rodar estas historias allí era una golosina imposible de rechazar. Fue fácil caer hechizado.
¿Es la ciudad lo que hace que esta película no parezca una policial al uso?
-Me doy cuenta de que siempre que hablo de la película acabo en La Habana. Es como si fuera algo omnipresente. No es una ciudad de otro país, La Habana es otro planeta, con sus propias leyes de la física y sus contradicciones, como se ve en la película. Parece estar anclada en el tiempo, a veces está al borde del precipicio, pero milagrosamente se mantiene así año tras año. Tiene algo muy misterioso, oculto, como de fruta prohibida; es algo que está cerca, pero históricamente no ha estado siempre accesible. De todo este maremágnum de contradicciones y sensaciones opuestas surge mi fascinación por la ciudad, que está detrás de todo, es una especie de atmósfera, de niebla que impregna todo el proyecto.
Y la música, obra de Mikel Salas, parece ir también en esa línea, con toques como de otro tiempo.
-Esa referencia al jazz clásico le da ese elemento nostálgico. Como dice el propio Conde, ‘yo soy un nostálgico de mierda’. La música también tiene un punto acorde con el género policíaco, pero siempre con una tremenda elegancia que la acerca a bandas sonoras clásicas.
¿Y si le digo que me ha recordado a la de Chinatown?
-(Ríe) Pues me parece maravilloso porque es una tremenda banda sonora de Jerry Goldsmith. Mikel Salas tiene un talento increíble y el trabajo fue muy bonito. Nos pusimos a hablar de un determinado tipo de jazz que nos gusta a ambos y de bandas sonoras con un áurea clásica o atemporal, elementos que a La Habana le van como anillo al dedo.
Una ciudad que aparece de día y de noche, con esa luz tan especial.
-Con Pedro Márquez, el director de fotografía, repetíamos mucho una especie de mantra, y es que aquí las noches son más coloridas que los días. De día, La Habana tiene un sol abrasador, cegador, y, en cambio, por la noche surge el color, las luces de diferentes temperaturas, otro tipo de vida. Esa atmósfera iba muy bien con la historia.
Ha pasado por Donostia, pero Vientos de La Habana llega mañana a las salas . Esa es la prueba de fuego.
-Es lo que todos los directores deseamos. Luchas durante meses o años con la mejor de tus intenciones tratando de transmitir al espectador una serie de sensaciones; ojalá que el público se quede enganchado por ese valor de lo oculto o lo exótico. Espero que sea uno de los valores de la película.
¿Y cuándo podremos ver la serie de televisión con los cuatro capítulos?
-Primero habrá que ver qué vida tiene la película y luego llegará el momento de ver la continuación. Ahora es momento de que la película tenga su independencia. Se rodó primero, aparte, y es lógico que eche a andar y sea apreciada como algo diferenciado.
Este es su segundo largometraje después de Bajo las estrellas. Han pasado años entre uno y otro, se han caído proyectos por el camino, ¿cree que Vientos de La Habana y la serie le abrirán puertas de cara futuros trabajos o, como acostumbra, prefiere ser prudente?
-Ya sabe que soy pudoroso para decir si esto me va a abrir o cerrar puertas. Las dificultades de otros proyectos en el pasado, que estuvieron a punto, pero no salieron me hace esperar e ir viendo poco a poco.