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DEIA adelanta fragmentos de la novela ‘Perorata del insensato’

El 7 de mayo se presenta la novela del escritor Miguel Sánchez Ostiz, ‘Perorata del insensato’. DEIA adelanta fragmentos de esta enloquecida crónica del mundo del arte y la cultura de los últimos 30 años

DEIA adelanta fragmentos de la novela ‘Perorata del insensato’

un pintor que ha pasado muchos años de su vida recluido en centros psiquiátricos, ve en la sala de espera de un dentista una revista en la que se informa de que el manicomio donde pasó su juventud va a ser derribado para construir un hotel de quince estrellas y un campo de golf de cuatro hoyos, o al revés, él no se aclara muy bien. Como además van a trasladar el camposanto del manicomio, se acuerda de la monja difunta que le cuidó de joven y decide rescatar su momia, con la que pasará toda una noche hablando de su infancia, su vocación de pintor, sus internamientos y exposiciones, sus años de artista al tiempo de la movida madrileña; del arrebuche político-cultural al amparo de las instituciones en los últimos treinta años, de los cambios de chaqueta y del poder de los «iberdrolos», de los hampones del arte, la cultura, las finanzas y la política, y del paso irreparable del tiempo, mientras las ruinas del manicomio de Crecell están cercadas por los antidisturbios... “¡Sabemos que estáis ahí!”

Ambiente, ambiente? Leónidas, don, el loro, el mono y las modelos, un par de putones de arroba y media, que tampoco paraban quietas, hasta pústulas tenían, pero eso al Leónidas le daba más morbo, por eso las contrataba, nada de atletas, nada, tocadas del ala. Si no las traía de Barcelona, se las conseguía la Asunción, celestina para todo, organizadora de numeritos en su pensión para viajeros y estables, y más, mucho más? qué tiempos, gloriosos. Arte. Arte.

Leónidas y sus desnudos y sus putas, joder que había gente que se apuntaba a la Akademia de Arte Danok solo para ver las putas, a ver si follaban porque corría la especie de que allí se follaba. Qué se iba a follar, de qué. Eso a Logroño, a Bilbao, a Zaragoza, a Barcelona, pero en la academia de artes de don Leónidas, no. Fuera, en las buhardillas, igual, pero dentro, nada, allí mandaba la Virgen del Camino, patrona del loro, el mono y el hijo lelo, el Goyito. Ni siquiera Aldaz, el puterón máximo, que se había apuntado a pintor y no sabía lo que era un lápiz. Leónidas tenía fama de tener un olfato muy fino para las putas. Le decía a la Mofeta “Me voy a Ámsterdam a ver Rembrandts”. Y se iba. Dejaba el coche en la frontera, cogía el tren y ¡riapa!, a Ámsterdam, a ver putas y más putas, un desasosiego total. Rembrandt, o el que estuviera de guardia, podía esperar.

Para mí sigue siendo un misterio para qué nos daba aquellas particulares lecciones magistrales, teóricas, de expresionismo y vida, así lo llamaba, expresionismo con rabia, porque no le gustaba, pero lo hacía, lo pintaba y lo vivía, la intensidad de la vida que pasaba a su pintura. Se confesaba con nosotros como los majaretas de las sectas que ven llegar el fin del mundo y se ponen a dar voces y se quieren ir al cosmos entre arrenuncios y m’arrepientos: el artista no puede ocultar nada, eso decía a comienzo de curso. El artista debe ocultarlo todo, concluía cuando llegaba el verano.

Además del loro y del mono, don Leónidas y epús tenían entronizado en la academia a Jorge Oteiza, una especie de Sagrado Corazón de Jesús del arte abstracto, no sé si me explico, algo así como Jurgi gure zaizu, no me acuerdo qué más? Su busto parecía que mordía. Estaba en un rincón, sobre un altarcillo, rodeado de ofrendas votivas: tizas, puritos, botellas, pañuelicos, pinceles, postales, confetis y serpentinas? Una instaleition en toda regla, todo es instaleition, maisister, todo, en esta performance, una instaleition dentro de otra instaleition y así hasta el infinito. Lo decía el loco del Mendozena, pobre bobo y todo por meterse picos de Torres 5 adulterado, que ya son ganas:

-La realidad no es realidad, sino instaleition -decía y nos quedábamos boquiabiertos porque además lo decía en inglés y no se le entendía, o poco.

Se decía que a don Leónidas y a doña Camino les habían visto poner delante del altarcito de Oteiza dos reclinatorios y quedarse allí absortos, a la espera de alguna aparición, de algo, una epifanía, que decía el Moriones, otro de aquel entonces, de pinceles, versos malos y resistencia antifranquista vinosa, antes de reventar de sida. Lo cierto es que reclinatorios de iglesia había en la academia. Para qué no sé.

Se llevaba mucho disfrazarse de curas para burlarse y hacer como que te confesabas y así y comulgabas, Irigoyen, ego te abspolvo, juajuajuajuajaua, qué risa, cuánto ingenio.

-¡Yo no tengo ingenio, tengo talento, inteligencia! -soltó el vate cuando se lo dijimos. De qué cosas me acuerdo. Qué tiempos, maisister, qué tiempos. La revolución contra el nacionalcatolicismo, por lo menos. Nos costó echar a Dios más que a la solitaria, juajuajujaua, aplaudía el Oso Peralta, mafioso, mafiosete. Si le prestabas un apartamento de Benidorm para pasar el verano gratis total, publicabas con él, si no, no. Y quien dice Benidorm, dice París, mejor que mejor, entonces se abrían todas las puertas. El Angelito, el hostelero felón, tenía lista de espera y a veces había overbuquin de ese, pero eso fue más tarde, mucho más tarde.

Y el loro, el loro, gritón, poco hablador, malhumorado. Leónidas le echaba una bocanada de tabaco-tabaco, como él llamaba al negro canario genuino, y como contestación al atufe el loro le cagaba por la espalda. Los churretones se le quedaban pegados en la bata y le daban caché. El Leónidas iba de un lado a otro del estudio echando humo, con la beca académica de las cagarrutas del loro a la espalda, monologando para nosotros, su público entregado: “¿Soy vasco o no soy vasco? ¿Es nuestro arte vasco o no lo es? ¿Soy o no soy? Soy, pero no soy. Eres, pero no eres. Soy un caballero en un pozo negro? oscuridad, abstracción? expresionismo, vida, ¡Iós!”.

Por fin logré dar con el Miguelito Ruiz, después de que me torease mucho por teléfono y me hiciera esperar. Amigo del alma, de los tiempos en que me enviaba billetitos al grito de oh, belle amitié, félicité parfaite? y me escribió en el catálogo de la exposición aquella de la galería La Huerta de Larequi una de aquellas jerigonzas que se llevaban entonces, bueno y luego también, la crítica de arte y el jeroglífico combinan de maravilla, como el vermú con ginebra, igual.

También él se aseguró de que no iba a causar problemas en general y a él en particular, porque él, me dijo, tenía que cuidar sus relaciones, sus amistades. No podía estar con cualquiera. Cómo lo averiguó es algo que ignoro, pero en este mundo todo se sabe.

Quedamos citados, m’acuerdo, en un chiringuito de la plaza de Santa Bárbara en el que había que meterse un whisky antes de ir a comer a un lugar castizo, por la parte de Fernando el Santo o por ahí, Casa Manolita, o algo así, un cuchitril con mucho humo y más whisky, y callos, muchos, callos con tomate, a la madrileña, humeantes, abrasadores, en cazuelón de barro, revenidos, pero auténticos, con mucha gente del hampa de la prensa que se saludaban entre ellos como si fueran hermanos de leche, cuando en realidad se atacaban como murenas. El Miguelito sabía dónde dejarse ver y con quién, y en qué día y momento, eso estaba claro. Por si acaso no me presentó a nadie, no fuera a aprovecharme de sus relaciones. Eso me dijo, con franqueza y se me cayó la cuchara de la mano? tomate.

-¿Qué proyectos tienes?

-Lo mío, pintar, ganarme la vida, recuperar el tiempo perdido?

-Ya?

No dijo más, pero me detalló al día la imparable ascensión de su carrera de escritor de cámara. Después de comer me llevó a su casa para enseñarme su biblioteca. Paredes tapizadas de libros hasta el techo. Carteles y más carteles, papeles, fotos y fotitos, en los que aparecía su nombre o su careto apapostiado, cubrían las paredes. Hasta el más mínimo recorte de prensa estaba enmarcado. Todo, algo asombroso. Pasillos, cocina, retrete, todo, hasta los techos. Mear rodeado de su cara mofletuda te cortaba el chorro. Lo probé. Yo creo que era para pasear de un lado para otro admirándose. No quedaba más remedio que decirle:

-¡Pero cuánto has subido Miguelito, cuánto has subido!

-No creas y lo que voy a subir?

Lo dijo sin pestañear, sin vergüenza, con desparpajo. Yo creía que esas cosas no se decían. Estaba equivocado. Entre la Vespa de Cornejo y el coche mortuorio me habían dejado, sin necesidad de poesías, en un mundo de verdad nuevo, del que lo ignoraba casi todo.

Debí de poner cara de asombro porque me espetó:

-Es que estoy psicoanalizao y digo lo que se me pasa por los huevos? deberías haber hecho tú lo mismo.

Vaya, hombre, otro que sabe lo que yo debería haber hecho en la vida, pensé y nada dije, hermana, porque ya iba aprendiendo a estar callao.

Y a continuación soltó algo asombroso:

-Oye, a mí no me vengas a pedir trabajo, ¿eh?, que a mí no me gusta ayudar a nadie, ya sabes. No me gusta hacerme enemigos. Aquí en Madrid, cada uno por sí mismo. Es ley de vida, Juanito, ley de vida.

-Nada hombre, tú tranquilo, tú a lo tuyo? ya nos veremos.

Veníamos, ya digo, de comernos unos callos regados con JB (él), porque era lo que se llevaba esa temporada entre la gente del hampa literaria, en recuerdo de la última visita que me hizo con Cocolín a Crecell, en la que en la taberna del pueblo también hubo callos para comer y sangrecillas varias, qué manía. Ellos con Rioja, yo con Pepsi.

Y nos volvimos a ver un día de lluvia en un bar que tenía la mafia italiana en la calle Fernando VI. Él estaba solo, junto al vidrio, entré y no bien me echó la vista encima me di cuenta de que mi presencia le incomodaba.

-Oye, ¿no vendrás a pedirme algo?? Además, mira, casi mejor te vas que estoy esperando a una chica, ya me entiendes, y tú con esas bolsas del supermercado haces mal efecto.

Venía yo de hacer una compra en el ultramarinos de la esquina, unas delicatessen para darme un festincillo en la soledad de mi cabina de proyección modianescamente desafectada porque si no, no tiene magia, y va el Croqueta y me suelta aquello.

Ay, no sé si se habría psicoanalizao, pero me di cuenta de que estaba delante de un hijo de puta que probablemente lo era ya cuando lo conocí, en la época de bohemia postsuasantuitarda, y que no vi gracias a mi entusiasmo miope por la vida, sus tierras y sus gentes.

Carajo, la gente, qué suelta, solo quería darle el catálogo de la exposición de Buades que se inauguraba unos días después. No fue, pero más tarde escribiría que había ido y había conocido a una gente que le desconocía. A lo dicho, muy, pero que muy suelto el jambo. Ahora pienso que si a su paso por Crecell me dijo que si alguna vez iba por Madrid le llamara, fue porque estaba casi seguro de que, muá, de Crecell no salía ni con los pies por delante.

El amigo Cocolín, el de las fiestas moriscas y los copetines elegantes de los veinte años cuando nos reunía como público agradecido para sus puestas de dandi, apareció por Madrid algo más tarde. Le habían dado no sé qué puesto en Exteriores, algo relacionado con la representación diplomática española en los Santos Lugares; un puesto del que me dijo:

-Es como un despachito en el Huerto de los Olivos.