Bilbao. Cogió el avión desde Madrid, llegó a Bilbao, atendió a los periodistas, ofreció una charla con motivo del festival Gutun Zuria celebrado en la Alhóndiga y, si sus deseos se cumplieron, visitó a su madre y conversó con ella durante algunos minutos. "Tengo que volver a Madrid para acostar a las niñas", contaba Álex de la Iglesia en la Mediateka del recién inaugurado edificio bilbaino, al que acudió el pasado domingo perfectamente trajeado y muy alejado de ese aspecto que describe en una entrevista que se hizo a sí mismo hace algunos años: "Exageradamente gordo, con barba, quizá para disimular el rostro aniñado, con rosados mofletes. La barriga, extendiéndose inmensa como un planeta desierto bajo los pantalones de chandal".

de pintxos Aunque parezca mentira, el placer por la comida no lo ha abandonado y quizá por eso, cuando se le pregunta por lo que le hubiera gustado hacer si hubiese viajado a su ciudad natal con un poco más de tiempo, lo dice claramente: "Habría quedado con mis amigos de toda la vida, que son todos de aquí, y habríamos ido a comer pinchos al Café Iruña. Los pinchos de Hamed, que es el que los hace. Eso es para mí Bilbao".

Un Bilbao que empezó a saborear con cuatro años, cuando Hamed trabajaba en el Melilla y Fez de la calle Iturribide y Álex de la Iglesia iba cogido de la mano de su padre y se acercaba a la barra para devorar los tigres, el chorizo al infierno y esos pinchos morunos que todavía hoy consiguen conmoverle, a juzgar por la expresión de su rostro y un discurso que parece no terminar nunca. "He estado en Tánger, Marrakech y Casablanca y en ningún sitio se comen los pinchos morunos como aquí. Solamente en una boda árabe a la que fui había algo semejante a lo que hace Hamed. La mezcla de pimienta con comino es alucinante. Los macera la noche anterior y se asan sobre carbón vegetal, después los calienta a una temperatura brutal porque coloca un ventilador potentísimo que hace que el fuego esté rabioso y eso hace que salten chispas... Es como un pequeño infierno", describe.

trabajo Un pequeño infierno que consigue que estén "tostados por fuera y blanditos por dentro". Gustosos. Como su última película. "Yo no sé cómo se lo montan los demás pero rodar Balada triste de trompeta ha sido un infierno, ha sido todo muy duro. Un trabajo espeluznante, meses trabajando catorce horas diarias seguidas y con una postproducción tremenda. Hemos tenido que trabajar a marchas forzadas, no llegábamos a tiempo y el día que iba a entregar la película tenía problemas con los subtítulos", explica. "Ha sido todo como una especie de Apocalipsis now. Así que haber ganado dos premios en Venecia (mejor guión y dirección), ha sido como si hubiera llegado Dios y me hubiese tocado en la frente".

Sufre tanto al recordarlo que uno se pregunta por qué sigue haciendo películas. "Imaginarte algo y que luego exista te hace sentir como un dios". Los premios vienen después. "Si no me los hubieran concedido me habría parecido lo normal".

El cineasta vasco ha centrado su atención esta vez en la historia reciente de España, que retrata a través de la mirada de dos payasos. "He regresado al año 1973 porque por aquél entonces tenía ocho años y es cuando se conforma mi carácter y esa sensación de vértigo, de pesadilla, de estar en una enorme pantomima, de estar en un circo incontrolable. Recuerdo especialmente el atentado de Carrero Blanco y a la gente cantando voló, voló, Carrero voló...". Los sentimientos encontrados de aquél niño se manifiestan en sus películas. "Esa hostilidad a mi alrededor, esa violencia que no se podía expresar... Todo eso lo recuerdo con mucha fuerza, la vida me produce una sensación de inseguridad que se genera en esos años".

No fue una infancia de inocencia y payasos, por eso la idea de que hubiese dos clowns entre los personajes parte del miedo. "Los payasos son un símbolo, no es que me interesen especialmente. Me parece que un payaso es un insulto y así lo utilizo. Payaso es un tío que no se comporta, que hace el ridículo, que no se controla a sí mismo, que hace lo primero que se le viene a la cabeza y ese soy yo, yo soy así. Las películas son una especie de acto de desmesura irrefrenable, esa es la manera de hacerlas bien", afirma.

"Hacer una película bien es contar lo que te da vergüenza, eso tiene fuerza y gracia. Hay que contar lo que te da miedo, lo que te preocupa, lo que angustia... En fin, hay que hacer el payaso. Esa es mi profesión, no tener miedo en absoluto a mis sentimientos y contarlos con violencia".

Álex de la Iglesia está cansado de quejarse. "Yo no me quejo, estoy harto de quejarme y de lamentarme. Hay que sonreír cuando llueve y si te da un rayo en la cabeza y te despeina más punk serás. Hay que llevar los fracasos, que los he tenido, con buena cara, y los éxitos con humildad".

Antes era de los que iba a una fiesta y pedía más volumen a la música, más hielo en la bebida. "Ahora quiero beberme todo lo que tengan y vivir el presente con más fuerza de lo que lo he hecho hasta ahora".