AHORA me encuentro desconcertada. Me invade una sensación imprecisa. Comienza con algo parecido a la desorientación, gana intensidad hasta el pánico absoluto y baja hasta un miedo prolongado que me paraliza. Grito rompiéndome la voz. Me trago el llanto. Compruebo que los ventanales de la habitación del hotel, que dan al canalazzo, permanezcan cerrados y trabados. Hace tiempo que arrastré la cómoda contra la puerta. Y me aseguré de bloquearla.

Sufro este ciclo cada dos horas más o menos. Bebo el agua del grifo del lavabo recogida en el cuenco de las palmas de mis manos. Sigo desnuda. He tratado de peinarme y vestirme. Pero ¿para qué? No me atrevo a salir. No dejaré que nadie entre. Quizá toda esta agitación se me pase. Puede que logre calmarme. Pero, cuando casi consigo sosegarme, esa imagen regresa repentinamente a mi cerebro. Y vuelve el pánico agudo. Camino en círculos. Vomito. Bebo agua. Quiero convencerme de que fue un sueño. Fracaso. Algo en mi fuero interno clama que sucedió, que lo vi. Me cuesta concretar cuánto tiempo llevo así.

Susana, Lola y yo tomamos tierra el jueves en el aeropuerto Sant Angelo de Treviso. ¿Qué día es hoy? Nos costó tres años ahorrar el suficiente dinero para viajar a Venecia en Carnaval. El frío no perdona en Treviso. Pero reímos como locas mientras pedíamos el taxi. Una ilusión a punto de cumplirse. El Gran Canal, el Puente de Rialto, la Piazza y la basílica de San Marcos. Las palomas revoloteando en bandadas. El Puente de los Descalzos, el de la Academia. El palazzo Ducal, la Universita Ca’Foscari, Santa María della Salute. El vaporetto. Huele raro en Venecia. Descubrimos que la ciudad cose con canales decenas de islas completamente planas.

Pronto nos atrapó esa especie de embriaguez que embota los sentidos cuando paseas por una ciudad nueva. Una embriaguez extraña, potenciada por el despegue, el vuelo y el aterrizaje. El avión siempre resulta estupefaciente. Los vasos de Spritz ayudan a que los pies de eleven del suelo. Y luego, la propia Venecia es un psicotrópico muy eficaz. El bamboleo de las góndolas, la letanía del gondolero, la sucesión de edificios entre maravillosos y decadentes, desde góticos a barrocos, todos a punto de empezar a nadar en éste o aquél canal. Y ese olor a Venecia. El ulular de los palomos, tenaces en su caminar espiral en torno a las hembras.

Es como respirar el aire mezclado con una baja disolución de cloroformo. Una anestesia leve que ayuda a que el precio por tres expressos no duela como una puñalada en el hígado. De ese modo es posible terminar un pizza chiclosa, abominablemente picante, precedida por una mozzarella que nunca conoció búfala. Por mucho que el sonriente camarero aseguré que sí.

Dormimos como mantas en la habitación para tres. Ninguna transitó por esa fase de excitación y ensoñamiento habitual en estos casos. Lola roncaba a los dos minutos. Y yo debí de caer fulminada antes que Susana. Teníamos planes para el primer día de Carnaval ¿Qué día será hoy?

Bajamos corriendo al comedor del hotel, con las legañas en la cara, para que no venciera el horario del desayuno continental, en un revuelo jocoso de moules, camisetas y moños. Café, zumo, proscciuto, salami, bresaola, pecorino, gorgonzola, canestrille, cannolli alla sorrentina. Más café.

Nos duchamos. Decidimos el outfit para conquistar los canales. Eye liner, brillo en los párpados. Pestañas postizas, imprescindibles. Cada una, su perfume. El mío es Prada. Un poco de plataforma y algo de tacón. Sin excesos. Se complica el suelo de las aceras de Venecia.

A esa dosis de irresponsabilidad que inyecta en el cuerpo el hecho de pasar por una ciudad en la que nadie te conoce, se sumaba el extra que proporciona el Carnaval. Nos invadió una especie de despreocupada invulnerabilidad. Una euforia adolescente bañada en prosecco. Por todas partes, hombres, mujeres y niños pasaban con sus disfraces dieciochescos. Los tricornios de flecos de muchos colores, las levitas de botones vistosos, los vestidos con polisón, las pelucas blancas con diademas, las máscaras y los antifaces. Una pequeña orquesta de cámara sobre una góndola. Fuegos artificiales. Lola tropezó pronto con una chica de su gusto. No anduvieron con rodeos. Desapareció.

Al poco rato vi al hombre del tricornio forrado de seda verde. Vestía casaca con brocados de oro viejo, camisa bordada y calzas a juego con el sombrero. Guantes y medias blancas, zapatos de hebilla y lengüeta. Debía de ser joven por la elasticidad de sus movimientos. Le cubría el rostro una enorme máscara blanca con ribetes dorados. Todo muy XVIII. Muy Carnaval de Venecia. Se paró a mirarme. Lo suficiente para subrayar que quería que me diera cuenta. Me despedí de Susana y fui a por él. Bailamos. Él escuchaba con atención y se comunicaba por gestos. Pero no dijo ni una palabra. Si era capaz de moverse como bailaba me importaba poco la afonía. Me lo puso fácil. Llegamos al hotel a poco de que la luna alcanzara el cénit. ¿Qué hora es en este momento?

Encendí el hilo musical. Me descalcé. Saqué dos copas y una botella de espumoso del mueble bar. Le puse una en la mano y la llené. Se sentó en la cama. Brindamos. Apuré mi copa. Me quité la ropa despacio. Permaneció inmóvil. Pensé que le gustaban los juegos. Empecé a desnudarle. La casaca, el chaleco, las calzas. Sentí que algo no iba bien. El calor. La humedad. El deseo. La pasión por poseer. Yo lo ponía todo.

Me separé. Le arranqué el sombrero de una palmada. No había nada. Agarré la máscara. Una horrible cicatriz cruzando el rostro, cualquier malformación, me hubieran tranquilizado. El vacío. Aire bajo la camisa. Zapatos sin pies. Calzas que no guardan piernas. Solo el disfraz.

Espantada, recogí todo aquello, hasta los lazos mínimos, y lo lancé al pasillo. Cerré la puerta con llave. No recuerdo cuándo. Ahora llaman a la puerta. Puede que sea Lola. O quizá el disfraz quiera entrar de nuevo.

Me encerraré en el lavabo. Tengo sed.