SUENA la campana y estás bajo la luz amarillenta, vertical y cónica del Madison Square Garden. El cuadrilátero es un rombo para ti. En el otro vértice se sienta un chico negro. Es alto y elástico. Lleva una toalla muy blanca al cuello. Te mira tranquilo. Ha nacido en un algodonal de Alabama y crecido en un arrabal de Detroit durante la Gran Depresión. Para él, un combate de boxeo es como ir a misa; lo duro lo ha vivido en casa y en la calle. Nada le asusta. Abre y cierra la boca. Hace oscilar la barbilla. Le brillan el rostro, el pecho y los brazos por la vaselina.

Veinte mil personas gritan a tu alrededor. Sudan, beben, fuman, comen. Seducen, apuestan, lloran y ríen. El estruendo podría ensordecer a cualquiera que no fuera a pelear. Esto es Nueva York. Son los años treinta. Queda poco para la Navidad. Todos quieren terminar de olvidar una Guerra que acabó hace no tanto y huelen el inicio de otra que empezará pronto. Salvo para los asesinos, las guerras siempre nacen prematuras y desaparecen demasiado viejas.

A pesar del barullo, el boxeador escucha con claridad las palabras de sus segundos. A ti ni siquiera hace falta que te las digan. Te lo han repetido mil veces: sube las manos, baja la cara, tira la izquierda, saca la derecha, muévete, gira. Ya has cumplido los 35 y llevas setenta combates en el cuerpo. A quince rounds. Algunos a veinte. Los guantes de crin y cuero amortiguan poco los golpes. El vendaje duro protege los nudillos. La derecha por encima de su izquierda, esa es la mano. Un poco voladita. Voladita. Girando la muñeca en el último momento. Cargando el hombro. La derecha por encima de su izquierda, no la retira a tiempo. Nadie recupera la guardia a tiempo cuando ataca. Debes esperar que te golpee y, entonces, la derecha voladita.

La adrenalina logra que oigas con claridad las conversaciones que se dan en las primeras filas de asientos. Y la respiración de tu rival. Sus pasos sobre la lona. Las palabras de su entrenador. Las suelas de esas zapatillas de bailarín travestidas en botas que calzan los boxeadores suenan sobre el grueso tapiz. Chillan de miedo. O aúllan los blues de la orilla del Misisipi. Otros pasos resuenan huecos, sordos y falsos. Cuando se carga el talón para proyectar un golpe de poder, retumba la tarima. Es un chasquido bronco. Un ¡Blam!. Como un portazo que anuncia nada bueno. Su eco es el cuero contra la carne. Pero la derecha volada solo encuentra aire. Aire.

¿Cuántas veces has hecho sombra en el vestuario? Caminas paralelo a la pared. Tiras combinaciones. Uno. Uno, dos, uno. Crochet de derecha. Upper. Repite. En la pared, o en un espejo, siempre funciona. Nadie responde. Llevas el compás con la respiración. Ganchos para alternar alturas. Los ganchos al cuerpo. Más rápido. El de zurda, metiendo bien el nudillo. Clavándolo. Uno. Uno, dos, uno. Crochet de derecha. ¿Te acuerdas de Primo Carnera? Tenías que saltar para alcanzarle en la mandíbula. Un gigante. Setenta mil personas, Paulino, fueron a ver vuestro combate al Estadio Olímpico de Barcelona. Un hombre contra a un gigante.

Suena la campana. Y el cuadrilátero desaparece. El rombo se achata hasta presentar la anchura de un paso. Solo sientes el roce de las tres sogas en la espalda. Y guantes de cuero al frente. El propietario de esos puños se llama Joe Louis. El público brama. Pero distingues con claridad el soplido de Louis cada vez que suelta aire. La guardia francesa, Paulino. Te la enseñaron en París. Cuando llegaste desde Errezil con una camisa, unos pantalones y un par de alpargatas. Desde entonces has recorrido medio mundo. De ring en ring. De una arena a otra. La guardia francesa: cruza los brazos delante del pecho, cada mano en el costado contrario, encógete, hazte pequeño, oculta el rostro entre tus brazos. Y suelta la derecha. Voladita. Por encima de su mano izquierda.

Son 70 combates, Paulino. Jamás has perdido antes del límite. No has conocido el K.O. Pero ahora retumba la tarima, Louis afirma sus talones para golpear. Y, después, se desliza sobre la lona, liviano, para burlar tus acometidas. Te das cuenta que en cada golpe te duelen todos los recibidos. Es como si tus costillas recordaran aquél combate en Roma, o el de la Plaza de Toros de Las Ventas, o el europeo en el Chofre, la pelea del Velodrome, la de México. Y aquella de San Juan de Puerto Rico. De repente, todos aquellos impactos que no te hicieron mella, se vuelven presentes. Aquella serie de Max Smelling. La derecha obstinada de Mickey Walker. La lesión de tu codo izquierdo hace tiempo que no te permite manejarte bien. Quítale el aire, Paulino. El gancho al cuerpo. Hazle sentir el nudillo. Pero tus puños son ahora de manteca.

La luz del Madison es cónica. Amarillenta. Vertical. Como la de una lámpara de pie junto a un gastado sillón de orejas en el que reposa un anciano de cara cóncava. Sestea con su bastón al lado. Suena la campana. Y retorna el olor penetrante a linimento, Paulino. Joe Louis y su toalla blanquísima te esperan en el rincón de enfrente.

Solo esa vez, ese último combate, en el Madison, te derrotó el K.O. Cuando te diste cuenta, ya no había luces, ni gritos, ni abrigos de piel y sombreros; te rodeaban los azulejos verdes de la ducha ¿Era agua fría o caliente?. Un médico aburrido que fundía un Chester sin filtro te analizó. Como había analizado a cientos de peleadores.

Desde entonces, cada día, sin falta, suena la campana. Varias veces. Y vuelves a tu esquina del cuadrilátero del Madison, Paulino. Sentado sobre el banquito de tres patas. Ya no duele nada. Joe Louis aguarda, la izquierda ligeramente caída. El anciano de rostro cóncavo que dormita en el sillón de orejas, cruza los brazos delante de su pecho y aprieta los dientes soñando que esta vez sí que entrara la derecha volada. Hasta escucha al maestro de ceremonias, gritando “Paolinooo Uzkudun, the basque woodchopper”.