El mundo infinito de Dennis Hopper
EL estadounidense Dennis Hopper se zambulló sin recato en todos los excesos que encontró, en los cinematográficos también. En su vida hubo droga, alcohol y cinco matrimonios, el segundo de los cuales duró solo ocho días. Además de un anecdotario infinito, su biografía incluye más de 130 películas de toda índole y un título para la historia, Easy Rider, que estrenó en 1969 y se convirtió en un emblema de la contracultura de los 60.
La galería parisina Thaddaeus Ropac inauguró ayer la muestra Iconos de los sesenta, que reúne pinturas, esculturas, objetos y, sobre todo, fotografías firmadas por Hopper (Kansas, 1936), un “creador compulsivo” que llevó su vida al límite. La exposición llega cinco años después de su muerte en Los Ángeles por cáncer de próstata, a los 74 años. Longevo para un Hopper que en sus días más salvajes consumía tres gramos diarios de cocaína y se divertía saltando por los aires borracho en una silla forrada de dinamita. Lo llamaba “la silla del suicidio ruso”. El título de la exposición parisina (Icons of the sixties) desliza un guiño a la ristra de amistades que Hopper inmortalizó en su década más próspera, como Paul Newman, Peter y Jane Fonda, Tina Tuner o Andy Warhol. “Hacía fotos porque esperaba rodar un día una película”, comentaría el artista sobre sus instantáneas en blanco y negro, con luz natural y marco rasgado. Una de ellas, firmada en 1966, muestra a Peter Fonda poco antes de que se embarcaran en el rodaje de Easy Rider, una road movie en la que dos motoristas recorren Estados Unidos rumbo al Carnaval de Nueva Orleans, traficando con cocaína.
morir de éxito Hijo de un metodista practicante, Hopper llegó a la interpretación a los 18 años a través de Shakespeare y su tercer papel fue como secundario en Rebelde sin causa (1955). “Creía que era el mejor joven actor del mundo. Entonces conocí a James Dean”, diría después Hopper, que también compartió reparto con Clint Eastwood, John Wayne, Elizabeth Taylor, Kirk Douglas... hasta que llegó Easy Rider. Pionera del cine independiente, Hopper y Fonda querían filmar una travesía en Harley-Davidson por la América profunda; un retrato de paisajes y personajes, de frescura y libertad al margen de la industria de Hollywood. Dejaron para la posteridad un filme de culto con una banda sonora memorable.
Pero Easy Rider casi mata de éxito a Hopper. Dos años después dirigió The last movie, el delirante retrato de la espiral de violencia que se apodera de un pueblo de Perú tras servir como escenario para el rodaje de un western. Fue una cinta intimista y del aprecio de muy pocos (con la notable excepción del Festival de Venecia) que se filmó en ocho semanas de 1971 en uno de los grandes países productores de cocaína. El propio Hopper describió la experiencia como una “larga orgía de sexo y droga”. Al regresar a Los Ángeles, cambió cinco veces de taxi para ir del aeropuerto a su casa. Al llegar, disparó contra un cuadro de Warhol de Mao Zedong porque creyó tener en casa al comunista chino en carne y hueso. Tras ese episodio desapareció en México, donde un parte policial le sitúa correteando desnudo por las calles, convencido de que había estallado la III Guerra Mundial.
De aquel periodo de declive en el que aceptaba casi cualquier papel que le pagara sus vicios, se salva su fotógrafo desequilibrado en Apocalypse Now y poco más. Fueron los años perdidos, entre los 70 y los 80, de un Hopper diluido entre ácido, alcohol y coca. Cerró ese capítulo de su vida con ayuda psiquiátrica y curas de desintoxicación y en 1986 relanzó su carrera con Blue velvet, de David Lynch. Recuperó la cámara de fotos, los pinceles y siguió rodando películas tres décadas más, al tiempo que construía una colección de arte en la que se cuenta una de las copias de Campbell soup de Warhol, por la que pagó 75 millones de dólares. Ahora París vende hasta el 6 de enero algunos pellizcos de esa creatividad desenfrenada que le hizo pasar a la historia como un estandarte libertario con melodía hippie y olor a hierba.
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