"Con el agua, que alcanzó los tres metros de altura, llegó hasta las puertas de nuestra parroquia la imagen de un santo, que era de una iglesia del Casco Viejo. Decíamos: un santo viajero, de iglesia a iglesia y tiro porque me toca”, recuerda Eskolunbe Mesperuza, que tenía 18 años y vivía en Castaños cuando las inundaciones derribaron un muro en su barrio. “Nos pusimos las botas al día siguiente y allí fuimos jóvenes, maduros, incluso gente mucho más mayor. Si no recuerdo mal, llevábamos la misma camisa de arrantzale que habíamos llevado en las fiestas”, hace memoria esta mujer, que, junto a otros vecinos, también echó una mano a las Siervas de Jesús, a las que el agua había tirado la verja en el Campo Volantin. “Recuerdo ese arrimar el hombro y decir: Bueno, esto hay que sacarlo para adelante como sea”.

Eskolunbe asistió a una de las charlas convocadas por Bilboko Konpartsak para rememorar la riada de 1983. Un acto al que también acudió el presidente de la asociación de antiguos alumnos del colegio Jesuitas de Indautxu, José Ramón Urizar, que aquella aciaga jornada viajó hasta Bilbao para quedar con la cuadrilla. “No había móviles y los fijos no funcionaban. Mi familia, que estaba en Sopelana, supo de mí al tercer día”.

Tras pasar la noche en vela en casa de un amigo en Begoña, al amanecer bajaron hasta Mallona. “La vista era desoladora. Los dos nos pusimos a llorar y dijimos: Se ha muerto Bilbao”, revivió, y destacó cómo en el colegio Jesuitas, desde donde se distribuían alimentos y productos básicos, llegaron a dormir mil personas.

Ruper, un trabajador de Mercabilbao, contó que la riada arrampló con las cámaras de pescado, que les cedieron la Feria de Muestras para vender fruta y verdura por las tardes y que por las mañanas iban a limpiar el barro.

El entonces teniente de alcalde de Urbanismo del Ayuntamiento de Bilbao, Javier Ruiz, valoró “la actuación silenciosa del Colegio de Arquitectos, que en poquísimo tiempo y gratuitamente analizó cómo estaban los edificios del Casco Viejo” y un aparejador explicó que tuvo que llamar a la Policía Municipal cuando los vecinos de un edificio en riesgo de derrumbe se negaban a abandonarlo.

Por su parte, Begoña explicó que en los negocios familiares del Casco Viejo trabajaban de la mañana a la noche y que cuando se quitaban los pantalones, al llegar a casa, “se sujetaban de pies”. Asimismo quiso homenajear a “las señoras mayores que pasaban negocio por negocio preguntando cuántos eran y les llevaban bocadillos”.