Balmaseda - En el repertorio de representaciones populares de Balmaseda los animales también están presentes. Los caballos que realzan el mercado medieval y la recreación de la quema de la villa a manos de las tropas francesas en 1808 no podrían pisar majestuosos el casco histórico sin el trabajo que realiza Enrique Richter y otros herreros que, como él, les calzan las zapatillas para que sus pezuñas no se desgasten al contacto con el asfalto. Bisnieto de Marcos Arena, “fundador de la fábrica de Boinas La Encartada”, pasa con frecuencia cerca de esos jardines desde su hogar en Villasana de Mena casi con la casa a cuestas.
Fragua, yunque de 46 kilos de peso, taladro de columna, bandas de lija y para afilar, una máquina de soldar y hasta un generador “por si se va la luz” forman parte del kit profesional de Enrique, que obtuvo en Madrid su título de herrero homologado por la Federación Francesa de Equitación y la Comunidad donde cursó los estudios. Lo transporta en un remolque que considera su particular “oficina móvil” desde que inició su andadura profesional hace 18 años. “Me desplazo a los domicilios de los clientes o clubes de equitación para cambiar las herraduras, hoy día en el 90% de los casos la gente los utiliza a modo de hobby en su tiempo libre o para deporte, ya que en las tareas que desempeñaban en casa se les ha sustituido por máquinas”, explica. Y el procedimiento “es mucho más que clavar las herraduras, porque si los puntos de apoyo no están bien aplomados las articulaciones sufren. Hay que tener en cuenta que el caballo es un atleta”.
Él mismo lo ha visto desde pequeño, cuando “a los siete años iba de ruta con mi padre”. De hecho, esta no será la primera vez que Enrique Richter se asome las páginas de DEIA. Esa es la edad que tenía en 1984 cuando le acompañó en una de las excursiones, señala, mostrando la publicación. Parecía predestinado a seguir por ese camino en aquellos veranos en el barrio de El Peñueco, junto a la antigua fábrica textil de Balmaseda, hoy museo, que Enrique conoció todavía abierta. “Salíamos a la calle a jugar por la mañana, nos llamaban para comer y por la tarde, otra vez, hasta la hora de la cena. Mis abuelos vivían en una casa que se derribó para hacer la carretera actual”, rememora en esos mismos jardines mientras intenta que el caballo se mantenga quieto para enseñar la herradura.
Entonces, “mi padre me decía bromeando que terminaría siendo herrero”. Sin embargo, se matriculó en estudios universitarios de ingeniería que abandonó a los veinte años “porque no me gustaba la idea de verme todo el día encerrado en una oficina”. Hizo las maletas rumbo a Madrid para dedicarse a su verdadera vocación, la de herrero, según había profetizado su padre. “Recibía clases teóricas todos los días y prácticas tres veces a la semana en la fragua”, recuerda. Aprendió que “cada caballo es diferente y cada plomo también. Ahora las herraduras le llegan hechas de fábrica, solo hay que adaptar las tallas a la pezuña del equino “cada 45 días; así lo recomiendan por el crecimiento del casco del caballo”.
Al cumplir la mayoría de edad en el oficio que comparte “con aproximadamente otros diez profesionales de Euskadi” reserva unas palabras para “clientes que, más que eso, ya son amigos, los mejores del mundo”. Se define afortunado por ello al igual que la buena suerte se asocia a las herraduras, “supongo que porque el hierro ha sido siempre un metal muy preciado, sobre todo en este territorio”. Enrique conserva una “hecha a mano” que le regalaron y siempre lleva consigo, como si de un tesoro se tratara.