Creo recordar que fue Manuel Azaña quien desató la caja de los truenos al decir que la mejor manera de guardar un secreto es escribir un libro. Ese era el concepto que tenía del hábito lector de sus congéneres el presidente de la Segunda República y "enemigo del ejército, la religión y la patria, pervertido sexual, masón y marxista", según la versión del nuevo régimen que le obligó al exilio, donde vivió, hasta su muerte, bajo la acechante y macabra sombra de la Gestapo en la Francia ocupada. Azaña, que fue hombre de letras, es uno de los cientos de ejemplos que certifican que la escritura es un oficio de riesgo.

No hay quien salga indemne de esa afición. Quienes tienen la virtud, a menudo se consideran mal pagados y quienes poseen más el deseo que la verdad, no comprenden por qué no les reconocen sus méritos. Fue un letrudo de talla como Francisco de Quevedo quien dijo que sobre el papel no se debe mostrar la verdad desnuda, sino en camisa. Ese es otro de los riesgos de la escritura: acertar con lo que se cuenta.

Los peligros acechan por todas partes, eso sí. Por ejemplo, en estos tiempos tan electrodomesticados en los que la tecnología gana por goleada, hemos de convenir que la máquina ha venido a calentar el estómago del hombre pero ha enfriado su corazón, algo que bien pudiera calentar un buen libro, si no fuesen quemados en la hoguera del desdén y del olvido. Y luego está aquello de que quien escribe falla. Lo hice yo mismo hace unos días cuando otorgué la cualidad de socio de una clínica dental a Jon Irazabal cuando no alcanzaba semejante grado. Otro peligro de las letras: confundirse al juntarlas.

Y, sin embargo, son legión quienes mantienen la pasión por la literatura. Lo comprobamos ayer una vez más en el centro cívico de Deusto, donde la asociación literaria Escribe-Lee se reunió, como acostumbra a hacerlo los primeros lunes de cada mes, para vivir la experiencia de una taller de crítica literaria. Ayer diseccionaron una novela inmortal, La metamorfosis, de Franz Kafka. Marije Biurrun, Santos Pérez y Kepe Zuri Blanco se encargaron de guiar a los presentes por la increíble historia de Gregorio Samsa, el hombre insecto de la novela. A su reclamo acudieron al taller, entre otros, Miguel Ángel Zalbide, Carmen Andrés, Feli Velasco, María Rosa Asla, Isabel Sánchez, Gloria Gómez, María Rojas, María José Álvarez, Mariví Gutiérrez, Inma Gutiérrez, Cristina Martínez, Carmen Alonso o María José Pipaón entre otras personas interesadas en esa labor casi científica sobre el libro.

Todos ellos vivieron con apasionamiento el encuentro, aún a sabiendas de que la literatura envenena a quien se engancha a ella. Saben que corren un grave peligro pero la escritura arrastra consigo esa condena: una vez que te toma por los brazos no te suelta. Jamás.