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Un esperantista centenario

Eduardo Larrouy, uno de los impulsores de la lengua internacional, cumple un siglo lúcido y saludable

Un esperantista centenarioFoto: Oskar Martínez

CON un tono de voz firme y, a la vez, pausado, Ricardo Larrouy desvela que su único secreto para haber llegado tan lúcido y saludable a los cien años ha sido "tener siempre muchos amigos y no buscarse peleas". Y así es. Nunca se ha metido en problemas y tiene amigos por todo el mundo. Con ellos se comunica regularmente a través de internet en un idioma, el esperanto, que fue creado a finales del siglo XIX con la vocación de convertirse en una lengua auxiliar internacional. Eduardo lo aprendió en Bilbao cuando tenía 19 años, convencido de que "debía haber un idioma en el mundo en el que todos nos pudiéramos entender". Desde entonces no ha dejado de practicarlo con su hija o con los compañeros del Grupo Esperantista de la capital vizcaina. Gracias al esperanto ha tenido la oportunidad de conocer muchos países y se ha desenvuelto en ellos sin ningún tipo de barrera idiomática. Hasta hace pocos años viajaba por medio mundo para participar en los congresos internacionales de los esperantistas; pero ahora, cumplidos los cien, ha decidido llevar una vida más tranquila, aunque nada sedentaria. "El día se me queda corto, me falta tiempo para hacer cosas", dice.

Quizá por ese carácter afable y nada pretencioso, Eduardo resta importancia al siglo de vida que acaba de cumplir. "Yo veo normal el haber llegado a los cien años", dice, "me parece algo natural". De ahí que estos días se encuentre algo abrumado por la gran cantidad de muestras de cariño que está recibiendo por parte de amigos y familiares. Lo que no niega es que para llegar a esta meta ha gozado de una buena salud y no ha recibido "golpes malos" en la vida, salvo la muerte de su esposa Carmen en 1999, a la que estaba muy unido. Aun así, reconoce que su vida ha sido "muy intensa y variada". Una vida que se inició un 9 de marzo de 1913 en Haro, donde nació y se crió hasta los siete años. Allí, en la capital riojana del vino, están parte de sus raíces. La otra mitad, en Francia. De ahí que presuma orgulloso de su apellido Larrouy. "Mi abuelo paterno", cuenta Eduardo, "era un ingeniero enólogo que fue requerido en La Rioja para combatir una epidemia de filoxera, y al final se quedó en Haro porque se enamoró de una jarrera (gentilicio popular)". Eso explica que el pequeño Eduardo fuera educado con "las monjas francesas, uno de los mejores colegios de la época". Sin embargo, "los avatares de la vida", hicieron que su familia tuviera que venir a Bilbao en busca de trabajo.

Juventud En la capital vizcaina, los padres de Eduardo querían que el pequeño siguiera educándose "en la élite", pero los precios "eran imposibles", recuerda. Así que, descartados los colegios de pago, continuó la educación primaria en la escuela de Indautxu. "Allí me formé y la verdad es que estuve muy contento... hasta que tuve que empezar a trabajar a los 14 años". Entonces, ¿dejó de estudiar tan joven? le preguntamos. "No, no abandoné nunca los estudios", responde. Siguió estudiando por las noches en la academia Rodet y "en la del famoso don Sabino Macua, padre del que luego fuera diputado general de Bizkaia". Así, entre trabajo, estudios y salidas montañeras con los amigos, fueron transcurriendo los años mozos de Eduardo en Bilbao. Tampoco se quiere olvidar de su infancia en Rekalde, "el Rekalde del barro", dice, "donde había una juventud muy sana y muy buena". Hasta que llegó la Guerra Civil, un capítulo de su vida en el que tampoco quiere escarbar demasiado. No es de extrañar porque cayó herido en dos ocasiones y acabó purgando con prisión y trabajos forzados en Extremadura y Andalucía el haberse alistado en el bando republicano. "En medio de todo el barullo, tuve suerte", dice. Con estas palabras cierra la etapa bélica. Regresó a Bilbao en 1941. Tenía 23 años y una deuda amorosa pendiente con Carmen, a quien había conocido en un baile en Basurto durante los "días eufóricos posteriores al triunfo del Frente Popular en las elecciones del 36". Así que, terminada la contienda, se casaron en la Quinta Parroquia. Y él empezó a trabajar como agente comercial. "Vendí de todo, hasta paneles para espantar a las moscas en Andalucía". De esa forma fue forjándose una exitosa carrera profesional. Llegó a ocupar un puesto de responsabilidad en un holding de empresas de hoteles y estaciones de servicio. Hasta que el día que cumplió los 65 años dijo: "Se ha terminado, he trabajo muy duro desde los 14 años".

Esperanto A partir de ese día pudo dedicar más tiempo a sus aficiones culturales, que tiene muchas, y entre ellas, el esperanto. A la lengua creada por el polaco Lázaro Zamenhof llegó guiado por la curiosidad y la casualidad. Se apuntó a un curso en el Grupo Esperantista que entonces tenía su sede en la calle Iturribide. Y como vio que aquello era "coser y cantar", siguió profundizando en la lengua. "A mí me pareció fácil", dice, "porque es un idioma que es muy lógico". Así que en poco tiempo se convirtió en un experto esperantista. Comenzó a tomar parte en congresos internacionales, lo que le brindó la posibilidad de hacer muchas amistades. Las mismas que cultiva hoy en día gracias a las nuevas tecnologías. Ya no viaja, pero sigue en contacto con los amigos esperantistas del mundo. Con los de aquí, los de Bilbao, se sigue reuniendo todos los viernes en la sede que tienen en el Casco Viejo. Mantienen viva la lengua que todavía aspira a convertirse en un medio de comunicación internacional. "Debería enseñarse en los colegios", dice. Eduardo vive feliz porque siempre ha estado arropado por amigos y familia, su secreto.