En el romano barrio del Trastévere, muy cerca de de San Pietro in Montorio, el sitio donde según la tradición fue crucificado el apóstol San Pedro, se levanta un templo en honor a Santa Cecilia donde se fija la fecha de su martirio en un 22 de noviembre. En el año 1594, santa Cecilia fue nombrada patrona de la música por el Papa Gregorio XIII y, a través de los siglos, su figura ha permanecido venerada por la cristiandad con ese padrinazgo. Aún hoy, se cree que dicho padrinazgo de la música le fue otorgado a la Santa por haber demostrado una "atracción irresistible hacia los acordes melodiosos de los instrumentos", cuando numerosos investigadores del martirologio cristiano aseguran que todo se debe a un error de traducción. Tantos siglos después no hay quien devuelva la tradición a la leyenda.

En fin, que Santa Cecilia se celebra, año tras año, como el día de la música. Ayer lo hizo, sin ir más lejos, el profesorado de la Escuela Municipal de Música de Bilbao en el Teatro Campos con un hermoso concierto que se abrió con el Preludio Nº12 de Rachmaninoff y El invierno porteño de Piazzola y se abrochó con el Denok ikas ezazue, una suerte de himno que fue coreado por todo el auditorio.

La música que corre por las venas del profesorado estalló en todo su esplendor en el concierto. No en vano, sobre el escenario estuvieron representados todos los departamentos de la Escuela y el programa de mano del concierto se hizo carne en un recorrido por los más variados estilos musicales; desde el clasicismo de Mozart y Vivaldi hasta el pop pegadizo de Sting o Stevie Wonder, pasando por los ritmos latinos y el jazz de Piazzola y Gerswhin. No faltaron los guiños a la tradición musical vasca -sonó una emotiva y original adaptación del Agur Jaunak al violín, la viola y el violonchelo, acompañados de flauta y el acordeón...- y la exhibición del maestro de danza, Patxi Laborda, quien subió al escenario para la interpretación de Binako, pieza de origen popular, junto a la voz y el pandero (el de tocar se entiende. Bueno, el de tocar, el de tocar... ¡ay, Dios mío, menudo lío que me estoy haciendo!), Roberto Etxebarria; el violonchelo de Ana Ispizua y la guitarra de David Ekai.

La tarde, insisto, tuvo a un clan de virtuosos en la recreación de una hermosa banda sonora. Entre ellos se encontraban Luis Fernando Barandiaran, Ane López, Joseba Berrocal; la pianista Edurne Urutxurtu, Jordi Ripoll, Maite Olmos, Ibon Pérez del Palomar, Mikel Albistur, Asier Sierra, Jerónimo Martín, Natalia de Miota, el violinista Javier Navascués, Lorena Núñez, Sergio Alonso; el trompetista Ibon San Vicente, Iñaki Busto, Juan José Munera, Ander Hurtado de Saratxo, Goyo Gutiérrez, Álvaro García, Ramón Escobar, Josu y Gorka Aguinaga, Gaizka Salazar, Gorka Irurtia, Asier González, Jasone Akizu o Martin Ariztimuño, todos ellos bendecidos con el don de la interpretación, con ese swing que corre por las venas de los músicos.

Entre los asistentes al recital reinaba la vieja sentencia de Kurt Cobain, el legionario guitarra de Nirvana de vida trepidante que veía la música como sinónimo de libertad, de tocar lo que quieras y como quieras, siempre que sea bueno y tenga pasión. Los pequeños Xabier y Eider Aguado, Marian Rey, Natalia Roca, Irune Mendizabal, María Teresa y Mari Carmen Agirre, Jaime Ballesteros, Mónica García, Javier Olaizola, melómano de siete leguas; Maite Salazar, Carmen Etxeberria, Isabel Orueta, Begoña de la Hoz, Cristina Hernández, Maite Ugarte, José María Aldazabal, Miguel Ángel Ortega, Alazne Igartua, empecina en convertirse en una clarinetista de primera; Olga Agirregomerkorta, Pilar Pérez, Josune Arrieta, Carmen Palazuelos y una buen número de asistentes vibraron en el patio de butacas. Ninguno de ellos pensó en los martirios de Cecilia de Roma y en esa amnesia radica el verdadero milagro de la música: en su capacidad para espantar el mal.