Encorsetadas por los montes Upo y Artanda, donde el jabalí y el corzo aún encuentran acomodo, las tierras altas de Zaratamo lucen orgullosas. Se diría que el tiempo se detuvo en la anteiglesia de Elexalde, donde la vida bulle sin el trajín que define -como nada y por desgracia...- el estilo de vida más común hoy en día. Allí la iglesia parroquial se encarama en lo más alto de una gran plaza donde el ayuntamiento, las escuelas, una pequeña taberna y el frontón, amén de jardines y un lento pasar de la vida, dibujan una estampa envidiable. Algunos vecinos añoran los viejos caseríos espolvoreados entre la naturaleza, hoy transformados en chalets de armas tomar. Es el progreso, dicen. Pero los ciudadanos viejos, los hombres y mujeres que conocieron otros tiempos, se resisten, entre dientes y un punto renegones, a esa invasión de visitadores de fin de semana.
Cuentan viejos registros del Archivo Foral que en aquellas tierras ancianas -no por nada empotradas en los muros de la iglesia de San Lorenzo se hallaron dos lápidas de época romana y en la pared Noroeste del templo se observa un bloque de piedra arenisca decorado mediante dos bandas perpendiculares de doble línea que al cortarse forman una gran cruz latina...- hizo fortuna Iñigo de Zugasti, allá por el siglo XV. Ya no quedan demasiadas huellas de su rastro pero hay quien dice, dejándole correr a la imaginación hasta que de alcance a la leyenda, que allá mismo, en el corazón de la plaza del pueblo, estuvo la casa torre de Zugasti. Los más viejos legajos datan el edificio con vida propia alrededor de 1600... ¡Quién sabe!
La realidad es que hoy, donde antaño se malsostenía un edificio en ruinas, aparece en todo su esplendor el restaurante Zugasti, recién inaugurado para regocijo de vecinos y visitantes que añoraban el antiguo esplendor de los cinco bares y la vida propia de las tabernas. Un vecino, Ramón Uriarte, ha capitaneado la restauración del edificio hasta dejarlo irreconocible, con sendas balconadas que asoman tras los ventanales y que ofrecen vistas solo comparables con los paisajes que se ofrecen en los platos de cocina clásica decorados por la mano sabia de Juan Ángel Gallo, quien trata al bacalao, los txuletones o el solomillo de usted, con todos los respetos de los fogones, alternándolos con los frutos de una excelente bodega, donde no faltan los vinos de Florentino Martínez, rey de Luberri.
En el patio exterior el pasado sale al encuentro del visitante con un horno de pan antiguo. Bajo su techumbre uno tiene la sensación de darse de bruces con el ayer y aseguran en la cojonuda casa de comidas que habrá días para asar corderos o conejos, según se tercie. Las cuatro plantas del local, sin embargo, pasaportan al comensal del siglo XVI al XXI en un tris. Un ascensor interior salva las barreras arquitectónicas de las cuatro plantas -en el sótano están las estancias que dan vida al resto del local (bodega, cocina, etc.)- por las que Kontxi Uriarte y Kontxi Larrea se mueven como eficaces gobernantas. El local acaba de inaugurarse con la consabida fiesta de presentación y que atrajo la atención de todos los vecinos, incluida la de Willi Barrenetxea, Willi alcalde sentimental de una tierra sobre la que habla mil y un maravillas, dicho sea con permiso del actual edil, Jon Ajuria, o del txakolinero Roberto Ibarretxe, también buen embajador de esas tierras. De su mano vimos las huellas de las hozadas del jabalí en las caminos cercanos, conocimos la vieja historia de La Dinamita y las canteras adyacentes y quedamos prendados de aquel paraje.