Idoia Gurrutxaga hizo la primera comunión en la iglesia del Convento de la Merced, pocos años antes de que la comunidad de religiosas lo abandonara después de tres siglos dedicándose a la vida contemplativa entre sus muros. En lo años que siguieron, se demolieron las celdas del convento y los solares vacíos fueron siendo progresivamente ocupados por otro tipo de edificios, la mayoría de carácter residencial. El único elemento del complejo que subsistió al paso del tiempo fue el templo, en el que ya no se reza al señor, sino a la música, y que ha sido rebautizado con el nombre de Bilborock. Más de cinco décadas después, Idoia ha vuelto a traspasar su vetusto portal barroco. Esta vez en el marco de del festival Open House. 

Este sábado ha comenzado la séptima edición del evento en el que hasta 66 edificios emblemáticos de Bilbao abren sus puertas a la ciudad. “Es un día muy interesante. Los guías, que son muy buenos, te cuentan la historia de los edificios”, ha dicho Idoia Gurrutxaga a las puertas de un lugar que le resultaba familiar. “Yo hice la primera comunión y la confirmación aquí, en Bilborock. Y, aunque es cierto lo que nos ha dicho –no se celebraban misas abiertas–, yo aquí he escuchado mogollón porque estudiaba en el colegio que regentaban”, ha apostillado.

Aprender para dar a conocer

Como ella, fueron muchas las mujeres que se educaron acorde a la doctrina eclesiástica desde, al menos, 1673. Fue en ese año cuando culminaron las obras del convento que mandó levantar la Orden de la Merced en la ribera izquierda del nervión. Al menos, eso es lo que señalan las fuentes a las que ha acudido en busca de información Víctor Pascual, guía del edificio durante este fin de semana. “Es mi quinto año como guía. Repito tanto porque la experiencia es increíble. Edición tras edición aprendo cosas que no sabía. Es una buena oportunidad para conocer y, sobre todo, para dar a conocer”, ha expuesto el bilbaino. Poco después se internó en el templo –desacralizado desde la década de los noventa– con un nutrido grupo de personas. En ese mismo momento, otras tantas salían del mismo rumbo a su próximo destino: el Rascacielos de la Calle Bailén. 

Se levantó en el año 1949, cuando las heridas causadas por la Guerra Civil estaban bien abiertas. “Esta fue una zona de la ciudad muy castigada por las bombas y había mucha destrucción”, ha reconocido una de las guías ante un público que le triplicaba la edad. La misma chica ha proseguido su discurso subrayando que, en tiempos, “fue el edificio más alto de Bilbao” y que su construcción estuvo inspirada en los titanes de piedra del Chicago del siglo XIX. Este fue un dato que no pasó desapercibido para Sofía Lejarreta e Itxaro Elorrieta, que escuchaban las explicaciones con atención. “Poder conocer estos edificios por dentro, y su historia es una oportunidad que no queríamos desaprovechar”, ha afirmado Sofía. 

Joyas de la historia con vida útil

Han confesado que éstos son lugares en los que apenas pueden reparar en su ajetreado día a día pero que guardan secretos, anécdotas y curiosidades muy interesantes entre sus muros. “Antes he estado en La Perrera y, ¡vaya!, no tenía ni idea de que era un sitio en el que se guardaban materiales inflamables”, ha apuntado Itxaro. Como la inmensa mayoría de las edificaciones que se pueden visitar, La Perrera continúa siendo un edificio vivo. Un siglo después de su construcción, aloja programas para facilitar el acceso a la vivienda o al mercado laboral para los habitantes más jóvenes de la ciudad. “Me ha parecido que tiene un montón de cosas que desconocía, he salido muy satisfecha”, ha zanjado

A medida que el reloj avanzaba hacia el mediodía, las colas para acceder a los inmuebles seleccionados se acrecentaban, como si ambos factores estuvieran, de alguna manera, interrelacionados. A las 12.00 horas una suerte de ciempiés humano se torcía desde la fachada principal del Teatro Arriaga hasta aquella que mira a la ría. Lo mismo ocurría en el Palacio Chávarri, cuyas inmediaciones estaban atestadas de personas, pese a los latigazos de calor con los que el sol les castigaba. A Javier Gil, desde luego, no le parecían infringir daño. “Es una ocasión para ver edificios que no están al alcance de todos. Es una oportunidad para ver nuestras pequeñas joyas, nuestro patrimonio”