De cumpleaños a cumpleaños… y tiro porque me toca. Como en el Juego de la Oca, de la casilla de los 25 años de carrera de Urdangarin, concierto inaugural de Abandoibarra, pasamos a los 75 palos que acaba de cumplir Víctor Manuel, histórico de la canción de autor estatal. Ante unas 6.000 personas, el asturiano, dueño de uno de los mejores y más profundos repertorios de su generación, ofreció un maratón musical de casi 30 canciones y más de dos horas en el que, su bien conservada voz, apoyada en buenos instrumentistas, expuso su corazón entre historias de victorias, derrotas, amor, sexo, conciencia y memoria.

75 años ya. “Parece que fue ayer”, pensarían parte de los espectadores que abarrotaron el escenario del Guggenheim para ver al asturiano, una leyenda viva de la canción que, al contrario que otros compañeros que dan un paso al lado, se ha inventado una gira para festejar la efeméride mientras se reedita parte de su discografía. Vivir para cantarlo, se llama. Más claro, expresivo y sincero, agua. Una vida –la suya y la de miles de fans– entregada a las canciones, mucha sangre dejada en el papel con versos de los que cuelgan, imaginariamente, jirones de su piel.

Puede que sea abuelo, pero Víctor Manuel salió rumboso, entre aires celtas, con Danza de San Juan, anunciando que empezaba la fiesta y animaba al baile. Pareció, desde el inicio y con su voz bien conservada, una buena prosodia y una escenificación dramática, que casi 60 años de oficio no son nada. Pero sí lo son. Lo constató la profundidad y calidad de su repertorio –28 canciones en algo más de dos horas– que prosiguió con uno de sus himnos, Quiero abrazarte tanto, que provocó los primeros aplausos entregados.

Ya con Bailarina –historia de obsesión por una niña que hoy parece acercarse el acoso– se confirmó la calidad del sexteto instrumental que le acompañaba, dirigido por el teclado y los arreglos de su hijo, David San José. Enfrente y alternando teclados, flauta, saxo y percusión, el multiinstrumentista bilbaino Santi Ibarretxe, quien firmó los grandes solos de la noche junto al rockero Osvi Greco. Con ellos, una sección rítmica liderada por la batería de Andrés Litwin, que se lució con el reggae de su Luna, para siempre envuelta en un halo de lunática tristeza y tapada por las nubes del botxo.

El público entregado a la actuación de Víctor Manuel. Oskar González

Ya tomadas las riendas, el maratón fue un carrusel de estilos musicales, del bolero de A dónde irán los besos al rock celta a lo Celtas Cortos del Cuélebre de la mitología asturiana, pasando por el rap de El hijo de ferroviario, el tango de Me gusta saber de ti o los efluvios jazz de una sesión semiacústica con contrabajo en la que el asturiano revivió los primeros momentos de su carrera y rescató aquellas canciones que, según recordó, ya tocó en la boite del Hotel Aranzazu de Bilbao, en 1969, en su estreno en Bizkaia, cuando hacía regates a la censura.

Entre evocaciones a las gaitas, el prado y el lagar se fue de romería asturiana entre la algarabía del público, rescató Paxarinos y Carmina, esta en bable, y nos heló los corazones con La planta 14, una historia de minería y luto, y El cobarde, tema pacifista contra la guerra del Vietnam en la que sacó a pasear su puño juvenil comunista. No fue la única vez, ya que entre reivindicaciones del terruño como Allí arriba al norte o el himno Asturias, también cantó Cómo voy a olvidarme, con sus versos reivindicativos de justicia y memoria histórica.

A corazón abierto

Entre sus himnos, el asturiano, sencillo, sincero y claro en sus presentaciones, coló Nada nuevo bajo el sol, dedicada a su hija Marina, que comparte con su madre “la exageración y los lloros”, y alguna de esos temas desgraciados que “al público le importan un pijo”, caso de Canción pequeña. Pero fueron La sirena, El abuelo Víctor –“era muy guapo”– o su mítica Solo pienso en ti, la feliz historia de amor de Mari Luz y Antonio, dos discapacitados psíquicos que el público coreó, las que se llevaron los mayores aplausos, junto a Asturias, “verde de montes, negra de minerales”.

Al acercarse el final, con Víctor Manuel con pañuelo festivo, apareció la lluvia, pero la mayoría del público aguantó mientras el cantante entonó “no se acaba el camino y aún estamos vivos”. No fue la clausura obvia para una noche inolvidable, ya que hubo tiempo para Esto no es una canción, que deberían escuchar los votantes del PP y VOX, o cualquiera que pretenda convertirse en salvador de su patria, y otra confesión sobre el oficio de componer y cantar. En el fondo, reconoció, está el deseo de que te quieran y saber que te han querido. Aunque haya que dejarse sangre y jirones de piel en el papel, como había cantado antes en su mágico Soy un corazón tendido al sol.